SANZ, Marta

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SANZ, Marta

Biografía

Nació en Madrid, en 1967. Se doctoró en Literatura Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid. En 1995 publicó su primera novela, El frío, y desde entonces ha compaginado su faceta de escritora con su participación en la redacción de diversas publicaciones periódicas: fue redactora jefe de la revista cultural Ni hablar y ha colaborado en ABC, Escuela de noche, Viento sur, etc.. En la actualidad, colabora con los diarios El País y Público, así como con el Instituto Cervantes, y es profesora en la Universidad Antonio de Nebrija.

 

Obra

NARRATIVA

El frío (1995).
Lenguas muertas (1997).
«El canon de normalidad» (en Escritores frente a la tortura) (1997). Relato.
«Analfabetismo» (en Páginas amarillas) (1998). Relato.
«Yo soy la vecina que…» (en Escritores contra el racismo) (1998). Relato.
«Soy una mujer de treinta y un años» (en Diarios de mujeres. Las finalistas del 2º premio Contradiction) (2000). Relato.
Los mejores tiempos (2001).
«Documento de la incredulidad y de la incertidumbre» (en Daños colaterales) (2002). Relato.
Animales domésticos (2003).
«Autosatisfacción» (2003). Microrrelato erótico.
«Mi amigo José está de freelance en Palestina» (en La vida por delante) (2005). Relato.
«Raíz cuadrada de uno» (en la revista Los cuadernos del matemático, número 34) (2005). Relato.
«Decirte algo» (en Todo un placer) (2005). Relato.
Susana y los viejos (2006).
«Mientras tanto» (en Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, antología elaborada por la propia Marta Sanz) (2006). Relato.
El canon de la normalidad (2006). Libro de relatos.
«Verano en Roturas» (en El País. Revista de agosto) (2006). Relato.
«La paciente del Dr. Bartoldi» (en www.espacioluke.com, noviembre de 2006).
«Anacreóntica del punto medio en el que está la virtud» (en Historias para catar) (2006). Relato.
«El fisioterapeuta» (en la revista Paisajes desde el tren nº 194, diciembre 2006). Relato.
«Como con mi cuchara» (en Palestinas) (2007). Relato.
«Ejercicio de dedos. Variación sobre Maese Pérez, el organista» (en Leyendas de Bécquer) (2007). Relato.
«Pobre maldito perro» (epílogo al libro de poemas colectivo Vida de perros) (2007). Relato.
«No para todos los públicos» (prólogo a la edición de Santuario, de Edith Wharton) (2007). Relato.
«Desobediente» (en Eñe. Revista para leer. La fábrica) (2007). Relato.

Black, black, black (2010).

Un buen detective no se casa jamás (2012).​

Amour Fou (2013).

Daniela Astor y la caja negra (2013).​

Farándula (2015).

Clavícula (2017).

Retablo (2019).

Pequeñas mujeres rojas (2020).

Parte de mí (2021).

ANTOLOGÍAS

Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos (2006).
Metalingüísticos y sentimentales. Antología de la poesía española (1966-2000) Cincuenta poetas hacia el nuevo siglo (2007).

Perra mentirosa / Hardcore (2010).

Vintage (2013).

Cíngulo y estrella (2015).

La vida secreta de los gatos  (2020).

ENSAYO

No tan incendiario (2014).

Éramos mujeres jóvenes (2016).​

Monstruas y centauras (2018).

OTROS 

Lengua española (en colaboración con Marta Baralo) (1994).
Suma y sigue: curso avanzado de español (en colaboración con Belén Moreno de los Ríos) (1996).
Principios metodológicos de los enfoques comunicativos (en colaboración con Claudia Fernández) (1998).
Didáctica del español como lengua extranjera: las destrezas (en colaboración con Claudia Fernández Silva y Ramón Palencia del Burgo) (1998).
Didáctica del español como lengua extranjera. La Secuencia Didáctica. La enseñanza de la Gramática en E/LE. La enseñanza del léxico. Evaluación (en colaboración con Marta Baralo, Claudia Fernández y Ramón Palencia) (1998).
Lengua castellana y literatura. Enlace. 3º ESO (en colaboración con Florentino Paredes y Salvador Álvaro) (2006).
«Prólogo» a Monólogo del entreacto (cien poemas: 1982-2005) (2007).

 

Premios

2001: Premio Ojo Crítico de Narrativa con su novela Los mejores tiempos.
2006: Finalista del Premio Nadal con su novela Susana y los viejos.
2006: Finalista del premio Salambó con su novela Susana y los viejos.
2006: Premio Mario Vargas Llosa NH de relatos con su cuento «Regalos».

 

Poética

VER, OÍR Y NO CALLAR
Hace ya algunos meses leí un artículo de José Ángel Mañas, «Bestsellerizarse o morir» con el que estoy vitalmente en sintonía. Comparto la percepción de la realidad, quizás también la experiencia del escritor, pero me gustaría introducir un matiz porque quienes nos dedicamos a la escritura, y muy en particular los narradores, hemos de asumir parte de la responsabilidad de este lamentable estado de la cuestión.
Una de las claves se encuentra en la palabra aburrimiento. Los escritores nos permitimos decir que Cervantes, Musil, Sartre o Lenz, son aburridos y de estos juicios de valor se derivan algunos efectos inmediatos. El primero consiste en desvelar nuestra actitud como lectores: andamos buscando en el texto literario algo que se despega sustancialmente de lo que a menudo pretendemos contar, de la íntima pulsión que nos mueve a tomar la palabra y que no siempre se relaciona con la acepción blanda de la cultura como espectáculo de entretenimiento. Existe una distancia a veces insalvable entre nuestro comportamiento como consumidores culturales y nuestro comportamiento como creadores. Por otro lado, el aburrimiento es una sensación subjetiva y culturalmente condicionada; el aburrimiento ante ciertas propuestas es el resultado tanto de la educación recibida, como de la que uno mismo esté dispuesto a darse; el gusto no es sólo espontáneo, sino que también se educa y, para cierto receptor, la reiteración estructural de los culebrones, el almíbar de las comedias románticas o la vertiginosidad del manga japonés son mucho más soporíferos que Ulises de Joyce. Con nuestras declaraciones, lánguidamente iconoclastas y espuriamente despojadas de pudor, perpetuamos un concepto reduccionista de la literatura -de la narrativa- en el que ésta sólo es un pretexto para rellenar los huecos de un tiempo libre del que, por cierto, muchos no disfrutan y en el que borrar la insatisfacción. La literatura es un anestésico -que no un antídoto, que no la puntada para coser el párpado a la ceja y mantener abiertos los ojos- contra tiempos venosos de guerra, esclavismo, anorexia, falta de expectativas, insensibilidad, brutalidad doméstica y policial, neoconservadurismo, hipotecas, precariedad y homeless.
Leer sólo para entretenerse implica que no podemos tomar la palabra con otra pretensión que la de entretener -y ser complacientes- y que estamos asumiendo la lógica de cuenta de resultados, impuesta por las editoriales, de la que después despotricamos con la casi certeza de que si, hoy por hoy, Miguel Espinosa, Juan Benet o Armando López Salinas -ejemplos distantes en lo ético y en lo estético- presentaran sus novelas a una editorial, quizás no vieran publicadas sus obras. Los escritores -los narradores- asumimos el discurso que acabará por destruirnos y sentimos la tentación de la autocensura: atenuar la tristeza, renunciar a la experimentación y a cualquier visión trascendente o moral del proceso de comunicación literaria, respetar las normas de géneros que no imponen dificultad a los lectores, explicarlo todo, redactar manuales de autoyuda, gratificar a los espíritus cursis o los que creen que la crudeza o el nihilismo son instrumentos que no están encauzados en los márgenes de tolerancia del statu quo. Tratar al lector como al tonto de baba en el que a menudo se le quiere convertir; perderle el respeto amparándonos en la paradoja de que le respetamos mucho. Practicar la demagogia y la facilidad, que no la democracia y la intrepidez. Decidir, por fin, que nuestra próxima novela será de chicas al borde de un ataque de nervios, de filosofía light, de templarios o de detectives nada salvajes. Asentir al aserto -insisto: no democrático, sino demagógico- de que el lector siempre tiene razón como si todos los lectores supieran leer y todos los escritores escribir, como si hubiese que jalear a las mayorías crispadas que pretenden linchar a los corruptos, la cantidad fuese lo mismo que la calidad y la ira popular siempre fuera una justa ira. Renunciamos a esa mirada, auténticamente literaria, que enfoca lo real desde un ángulo que no es el de las televisiones; a la idea de literatura como espacio de resistencia que puede construirse lo mismo desde una perspectiva épica que desde el intimismo y la introspección. Los poetas -no tan atentos a la cuenta de resultados- no han renunciado a ese espacio moral, discursivo e ideológico, inmanente a la práctica literaria, que cada vez se separa más de la visión social de lo que es un escritor: alguien que vende muchos libros.
No pretendo dibujar escenas del Apocalipsis. Todo lo contrario. Propongo, desde la literatura, una actitud en las antípodas de la resignación: ver, oír y no callar. Tomar conciencia de las trampas en las que todos los días caemos y, aún así, intentar no callarse ni debajo del agua. Resistirse a una felicidad falsa, ñoña, estúpida, complacida y complaciente. Resistirse a bestsellerizarse y procurar no morir. Romper, desde los libros, las lunas de los escaparates del mercado editorial y de una ideología que nos corta las alas con el rostro amable de quien nos las estuviera dando. Procurar que los peces grandes no se coman a los pequeños peces editoriales y peces escritores. Hay que dejar de pedir perdón por tener una visión trascendente de la literatura. Una visión trascendente no es lo mismo que una visión mesiánica, plúmbea o elitista. El narrador (y la narradora) se ha convertido en el bufón de la corte. Los bufones son necesarios, pero también los maestros, los guerreros, los conspiradores, los alquimistas, los brujos, los sacerdotes y los curanderos.
(Artículo aparecido en Público, 24 de octubre de 2007)

 

Texto

Al girar la llave en la cerradura y abrir, a Felipe le asalta un escalofrío. Pese al olor cerrado, es como si su madre fuera a salir a recibirle y le preguntara qué quiere para merendar. Pan con chocolate. Pan con aceite. Arroz con leche. Parece que, al fondo del pasillo, justo donde el piso se hace exterior, suena la música. La aguja, con una pelusa compacta en la punta, emite un sonido de tela que se rasga sobre los surcos del vinilo. La aguja, más que deslizarse por la espiral de la superficie de plástico, va arando el relieve de los surcos. A Felipe ese sonido le daba grima y hoy le produce una sensación de derroche que le obliga a echarse la mano a la cartera, guardada en el bolsillo trasero de su pantalón. Porque ahora Felipe tiene sesenta años y lleva una cartera repleta de billetes doblados en el bolsillo trasero de su pantalón. No come pan con chocolate y resulta improcedente ese interés por atravesar el pasillo sin pisar las franjas verdes de las baldosas. Su madre está muerta y su padre, en un asilo excelente. Max insistió mucho en la necesidad de que el abuelo fuera trasladado a un lugar donde lo atendieran hasta que le llegase la hora. Felipe no puso ningún obstáculo, lo mismo le daba un sitio que otro.

Mientras Felipe recupera el paso de un hombre normal -por ejemplo, el de un hombre maduro que camina por los pasadizos subterráneos de un parking, ligeramente escorado hacia la derecha y retirándose el pelo cano de la frente, hasta que por fin encuentra su coche y con una sola pulsación de la llave automática, consigue abrir la puerta de su modelo de gasolina súper-, recuerda que a su padre no le importaban en absoluto los matices de las sinfonías, el momento en el que el violín se ahoga, poco a poco, para dejar paso a la languidez, casi pornográfica, de un violoncello. Su padre sólo buscaba la melodía entre las selvas instrumentales y, cuando la encontraba, la memorizaba, se iba con ella a dormir, insistía en que el hijo la identificara entre la pastosidad de los instrumentos. Las piezas musicales se convertían así en pequeñas partituras que podían tararearse o interpretarse con un solo dedo sobre un pianito de niño. Simplificación. Esencia. Comedimiento. Mujeres con la cara lavada. La necesaria disonancia de las piezas más hermosas se acomoda en un clásico tresillo o en un ordenadísimo cuatro por cuatro. Felipe padre era un firme partidario de la simplicidad. No era un sibarita ni un coleccionista. Las turbiedades, las abstracciones, el arte moderno, los sentimientos complicados le repugnaban hasta la exasperación. Porque, para Felipe padre, también la exasperación era una manera de simplicidad que cortaba de cuajo la posibilidad de la impostura. Felipe padre no era un hombre impasible. La simplificación de Felipe padre no era, ni mucho menos, una forma de pereza mental o de racanería. No era una modalidad de la abulia. Era el puro hedonismo de recrearse en unas convicciones tan claras que le llevaron a enfadarse terriblemente cuando Felipe hijo manifestó su decisión de no ser músico, de votar a un partido neoliberal, de casarse con una mujer que no le pegaba ni con cola. Sin embargo, Felipe hijo no fue por esos derroteros por simple rebeldía, sino por pretender alcanzar un objetivo claro y generoso: el bienestar económico de la familia.
(De Susana y los viejos, Barcelona, Destino, 2006, pp. 99-101)

 

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