SANTIAGO, Elena

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SANTIAGO, Elena

Biografía

Elena Santiago nace en Veguellina de Órbigo (León) el 8 de Febrero de 1941. Los nueve primeros años asiste a la escuela en su lugar de nacimiento y sigue luego sus estudios en un colegio de León. Posteriormente cursa Estudios de Letras, primero en León y luego, tres años en Madrid. Lo definitivo será su dedicación a escribir y pintar, por lo que abandona todo lo demás. Acabará dedicada plenamente a la Literatura.

Sus dos primeras publicaciones, seleccionadas por la revista Temas, fueron dos cuentos: «El Hijo» e «Historia sobre el terremoto de Perú». Publicó diferentes obras, algunas poéticas y la mayoría, de narrativa, por las que obtuvo diversos premios literarios, algunos tan importantes como el Premio de Castilla y León de las Letras. Fallece el 3 de enero de 2021 en Valladolid con 84 años.

 

 

Obra

NARRATIVA

Un camino amarillo, La última puerta, Las horas quietas y Cada invierno ( de 1973 a 1975). Cuentos.
La oscuridad somos nosotros (1976).
Un mundo detrás de la puerta, El ruido, Antes de cerrar la puerta (1977). Cuentos.
Ácidos días (1979).
Gente oscura (1980).
Una mujer malva (1980).
Manuela y el mundo (1983).
Alguien sube (1985).
Relato con lluvia (1986). Cuentos.
Veva (1988).
El amante asombrado (1994).
Amor quieto (1997).
Cuentos (1997).
Ángeles oscuros (1998).
Un susto azul (1998). Cuento.
Asomada al invierno (2001).
Olas bajo la ciudad (2003). Cuento.
Sueños de mariposa negra (2003). Infantil.
Lo tuyo soy yo (2004).

La muerte y las cerezas (2009).

Nunca el olvido (2015).

OTRAS

Después, el silencio. Poesía.
Ventanas y palabras (1986). Prosa poética.
Valladolid desde la noche (1998). Prosa poética.
No estás (2001). Poesía.

CON OTROS AUTORES

Cuentos de este siglo (1995).
Cien años de cuento (1998).
El Faro (1997). Cuento.
Miguel Delibes (2003).
Jorge Guillén (2003).

Premios

1973: Premio Ciudad de León.
1974: Premio Ignacio Aldecoa.
1974: Premio Ciudad de San Sebastián.
1975: Premio Ignacio Aldecoa.
1976: Premio Lena.
1976: Premio Ciudad de Irún.
1977: Premio Jauja.
1977: Premio Calderón Escalada.
1979: Premio Novelas y Cuentos.
1980: Premio La Felguera.
1980: Premio Miguel Delibes.
1981: Premios Hucha de Plata y Hucha de Oro.
1983: Premio Felipe Trigo.
1985: Premio Ateneo de Valladolid.
1991: Distinción en Veguellina de Órbigo (lugar de nacimiento): una plaza con su nombre.
1998: Premio Rosa Chacel (por el conjunto de su obra).
2001: Premio a la Trayectoria Literaria, de la Diputación de Valladolid.
2002: Premio Castilla y León de las Letras.
2003: Es nombrada Hija Predilecta de Veguellina de Órbigo.

Poética

– «Yo que quería ser pájaro o ángel cuando fuese mayor para no romper los calcetines, acabé siendo escritora desde los 11 años seducida por la imaginación y la palabra. Busqué y sigo buscando el pulso necesario, la intensidad y la fascinación, para convivir con unos personajes de lágrimas y realidad, envueltos en algunas nieblas». (Michèl Muncy, Conversaciones con Elena Santiago, Rutgers University Camden).

– «Pronto sabré si escribo para contar mundos o para intentar cambiar el que tengo. Sí sé que escribo porque me es necesario, al punto de que no sé vivir de otra manera». (Foro Hispánico, Ángeles Encinar. Saint Louis Univesity, Madrid Campus).

 

Texto

LA MADRE DE ANTONIO

… y entonces

fue entonces cuando encontré a Antonio. Sabía que observaba mi coche rayado y gris, muy anticuado. La larga bufanda que me cubría medio rostro y levemente mis palabras de saludo. Pasmados mis setenta años ante aquel muchacho, el niño que había crecido sin remedio y que conocía mis sentimientos sabiendo que había pasando media vida apasionadamente enamorado de su madre. Ahora, tras años sin verlo, aquel encuentro. Un saludo al paso y un escalofrío. Porque Antonio tenía los mismos ojos de su madre. Aquel tono entre vencido y dorado. Aquella forma de mirar con más asombro que mirada.

– ¿Y tu madre?

– Está bien, aunque ahora tan sola…

No fui capaz de preguntar por qué tan sola, ahora.

Observé que el muchacho me acogía, estaba bien aquel acercamiento inesperado, la situación cálida. Tal vez sabía que su madre me seguía esperando como si el tiempo para algunos no tuviera alcance.

Me miraba y esperaba. Parecía conocer que aún había un final, y yo era el dueño.

Sentí pasarme por encima el agua de la ría de Muros donde nos bañábamos aquellos veranos. Era tan prodigioso que aunque nos escondiéramos bajo el agua una hora, no nos llegaba ningún ahogo. Vivíamos una magia que convertía todo en asombro.

Distinto ahora, que me ahogaban un poco la ría y el recuerdo.

– Si está tan sola, podría llegarme a Lugo a verla. Precisamente, tengo que ir… –mentí, acercando aquellas palabras.

Me miró con los ojos de ella, y yo me atraganté como si estuviera bebiendo la ría entera.

Reaccionó él, finalmente:

– Ah, sí. – y sonrió un poco -. Seguro que le das una alegría. Ella que, ahora, tiene pocas.

Y yo, temblando setenta años cumplidos, sin preguntar. Como un lelo con miedo a saber por dónde iba su vida, por qué capítulo la necesidad de sus deseos.

– Iré- y pulsé aquel acento con emoción, con firmeza, no sólo en la decisión de  ir a verla sino a recuperar quizá lo insalvable.

– Gracias- le oí.

Negué, muy apresurado, con urgencia y alma:

– No, no. El agradecimiento es mío. Gracias, gracias.

Flotaba en la ría, en el verano, en los ojos de aquella mujer del pasado, de un largo tiempo y largo amor.

Antonio parecía ya pasar a la despedida pero antes sonrió con calma, despacio, como si se le pudiera romper algo de aquel gesto, y, con suavidad, como dentro de una ligera broma, explicó:

– Bueno, que sepas… Ella tiene una artrosis importante…, pero sigue siendo atractiva y sigue…

– ¿Cómo? – precipité.

– Pues…, habla con tanta frecuencia de aquellos tiempos vuestros… De la ría de Muros y los veranos… Vive sola y vive para los recuerdos…

Antonio se despidió dos veces y se fue, perdiéndose en la calle. No sin volverse a saludar con la mano.

Esta vez, no me quedé solo. Y cuando eché a andar sentí el alivio súbito de estar dentro de un cuerpo ingrávido. Sin reuma. Sin arritmias. Sin aquella leve cojera que me había quedado de una operación.

Iba dejado atrás cualquier cansancio y respiraba un aire nuevo que me confortaba.

La vida entera me acompañaba.

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