Biografía
Paloma Sánchez-Garnica nació en Madrid en el año 1962. Licenciada en Derecho y Geografía e Historia, llegó a ejercer la abogacía, profesión que abandonó para dedicarse a la literatura.
Sus novelas se caracterizan por pertenecer al género histórico, al que añade elementos del thriller y el misterio, así como por sus complejas tramas, en las cuales se entremezclan el pasado y el presente. En el año 2006 publicó la primera de sus novelas, El Gran Arcano, y en 2009 logró un gran éxito con La brisa de oriente; lo mismo le ocurrió en 2010 con El alma de las piedras. Las dos obras que consagraron su labor de escritora fueron Las tres heridas (2012) y La sonata del silencio (2014), que llegó a tener una adaptación televisiva. En 2016 ganó el Premio Fernando Lara con Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido, en 2019 publicó La sospecha de Sofía y en 2021 quedó finalista del Premio Planeta gracias a Últimos días en Berlín.
Obra
NARRATIVA
El Gran Arcano (2006).
La brisa de oriente (2009).
El alma de las piedras (2010).
Las tres heridas (2012).
La sonata del silencio (2014).
Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido (2016).
La sospecha de Sofía (2019).
Últimos días en Berlín (2021).
Premios
2016: Premio Fernando Lara de Novela por Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido.
2021: Premio Planeta por Últimos días en Berlín.
2022: Premio Ivanhoe de Novela Histórica.
Poética
«Las historias no las elijo, me eligen. Los personajes se imponen. Empiezo a escribir y no sigo un esquema. Más o menos tengo la idea de por dónde quiero ir.
Si quieres entender cómo vivían en Madrid a finales del siglo XIX lee la obra de Benito Pérez Galdós, ahora que estamos celebrando su año. Te vas a enterar de las costumbres que tenían para comer, para vestirse, para moverse por Madrid, cómo hablaban, qué sentimientos tenían, cómo los gestionaban… Porque al final, el ser humano en todos los momentos de la historia tenemos los mismos sentimientos, los mismos deseos y anhelos, todos queremos ser felices, buscar nuestro lugar en el mundo, que nos quieran, tenemos miedo al dolor, a la pérdida, a la traición… Pero cómo gestionamos esos sentimientos depende de nuestro entorno social, de la época y del lugar en el que vivamos y de las leyes que se nos impongan en ese momento.
No es lo mismo nuestra situación, al llevar prácticamente toda la vida viviendo en democracia, que la de nuestros padres. Los míos, por ejemplo, vivieron, aparte de una guerra civil cuando eran muy niños, una dictadura durante cuarenta años, en la que su vida estaba gestionada por las leyes del régimen y por la Iglesia, básicamente. Y tuvieron que andar ese camino condicionados, sobre todo las mujeres, a una forma de vida que yo no he tenido. La literatura te da esa posibilidad. Por eso yo para documentarme no sólo leo ensayos, sino también, sobre todo, novelas escritas, si puede ser, por autores de la época y sobre hechos que acontezcan en su tiempo. Ahí se cuenta la intrahistoria, la historia con minúsculas, de la gente normal como nosotros, que no tiene una vida objeto de titulares de periódico, ni de estudio por parte de los historiadores… Eso se encuentra en la literatura; es la grandeza de la ficción».
Texto
Berlín, 30 de enero de 1933
Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega
a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus
inicios los grandes movimientos que determinan su época.
STEFAN ZWEIG, El mundo de ayer. Memorias de un europeo
A pesar del aire gélido de aquel atardecer, Yuri Santacruz decidió salir a la calle. Su casera, la señora Metzger, había oído la noticia en la radio: se había organizado un desfile de antorchas para celebrar el nombramiento de Adolf Hitler como nuevo canciller de Alemania. No quería perdérselo. Por recomendación de la señora Metzger, se abrigó y bajó las escaleras a toda prisa. Nada más salir del portal, el frío traspasó el recio chaquetón aún abierto. Aterido, abrochó los botones, se puso los guantes de piel que le había regalado su hermana Katia por Navidad y ajustó al cuello la bufanda que le había tejido la vieja Sveta. Del cielo plomizo se desprendía aguanieve que se le posaba en las mejillas. Se caló el sombrero y avanzó con paso rápido por Friedrichstrasse. De muchas ventanas y fachadas colgaban banderolas de color rojo rotuladas por el negro de las retorcidas esvásticas. Al llegar al bulevar de Unter den Linden ralentizó el paso, pasmado ante el espectáculo.
En el horizonte nocturno en el que destacaba el ático de la Puerta de Brandeburgo se vislumbraba el fulgor de cientos de teas, que se movían al son de la marcha. A medida que Yuri se acercaba a Pariser Platz, crecía una multitud desordenada ávida de presenciar aquel cortejo. Las chispas de las antorchas crepitaban en el aire helado. Impresionaba el crujir de las botas que rompían la nieve del suelo con paso sincronizado al compás del redoble de los tambores y de las potentes voces que entonaban el Horst Wessel Lied, canto patriótico del Partido Nacionalsocialista que acabaría por relegar al himno oficial de Alemania en la época que empezaba a fraguarse en ese mismo instante. El avance de centenares de hombres ataviados con el uniforme pardo de las milicias nazis parecía una serpiente llameante que se deslizaba lenta e implacable bajo los arcos de la Puerta de Brandeburgo, cruzaba Pariser Platz y giraba por Wilhelmstrasse para pasar ante la cancillería, en cuyo balcón saludaba un Hitler envanecido. Eran las SA, las famosas tropas de asalto, cuyo número y apabullante presencia habían aumentado en los últimos tiempos de forma alarmante, infiltrados cada vez con más ímpetu en la vida privada de los ciudadanos, empleados en amedrentar y proscribir cualquier disidencia política, atajando cualquier crítica al partido liderado por Hitler.
Yuri observaba atónito aquella masa humana que se movía ante sus ojos en hileras de a seis, enarbolando cada uno de ellos una antorcha y formando centelladas de luz en el gris de los adoquines y sombras inquietantes sobre las fachadas de los edificios, como una sutil amenaza. Se fue abriendo paso a empujones entre la multitud de mujeres alemanas, madres, hermanas y esposas de los hombres y muchachos que desfilaban marciales por el centro de la calle, a quienes jaleaban con ardoroso ímpetu y el brazo en alto agitando lo que tenían a mano —pañuelos, bufandas, banderolas—, contagiadas de una especie de histerismo que se extendía como un tóxico imperceptible. Otros, como él, eran simples espectadores que asistían a semejante puesta en escena con gestos de cautela, recelosos, sorprendidos.
Era tanto el fervor de los que contemplaban el desfile, que no parecían sentir el frío punzante; Yuri, en cambio, se veía obligado a moverse sin descanso para no congelarse. Sumergido en aquella multitud, se sintió apabullado ante la magnífica celebración de lo que se consideraba un triunfo de Alemania. Le fue difícil no dejarse arrastrar por aquella euforia colectiva, por la sensación de que algo importante estaba ocurriendo.
(De Últimos días en Berlín, 2021).
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