Biografía
Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961). Biólogo interruptus, profesionalmente se desenvuelve desde hace muchos años en el mundo editorial, para el que ha realizado diversas funciones, desde corrector de textos en sus comienzos hasta diagramador, lector y editor en la actualidad. Sus trabajos más recientes: el prólogo para una nueva edición de la novela Extramuros, de Jesús Fernández Santos (Seix Barral, 2003), y la edición y prólogo de Tusitala, los relatos completos del escritor gaditano Fernando Quiñones (Páginas de Espuma, 2003).
Desde 1994 dirige la revista literaria Sin embargo, publicación de periodicidad imprevisible dedicada al género cuento. Media docena de periódicos andaluces se han atrevido a contar semanalmente con sus artículos, híbridos de columna y cuento despegados de la actualidad. Sus relatos están recogidos en numerosas antologías del género en España y en varios países latinoamericanos.
Obra
NARRATIVA
El cielo está López (1990). Relatos.
Manías y melomanías mismamente (1992). Relatos.
Relatos mínimos (1996). Relatos.
El aburrimiento, Lester (1996). Relatos.
Los tigres albinos (2000). Relatos.
Las medusas de Niza (2000; 2003).
Los últimos percances (2005). Relatos. Reúne los volúmenes anteriores El aburrimiento, Lester y Los tigres albinos, junto con el inédito Los últimos percances.
RELATOS
El pez volador (2008-2016).
La vuelta al día (2016).
Los últimos percances (2017). Tantas veces huérfano. Una antología personal (2021).
Premios
1997: Premio Alberto Lista por Con los cordones desatados, a ninguna parte.
2000: Premio de Novela Ateneo-Ciudad de Valladolid por Las medusas de Niza.
2001: Premio Nacional de la Crítica andaluza por Las medusas de Niza.
2006: Premio Mario Vargas Llosa NH por Los últimos percances.
2008: Premio El Público de narrativa por El pez volador.
2017: Premio de la Crítica Andaluza por La vuelta al día.
2017: Premio de la Feria del Libro de Sevilla por su trayectoria literaria.
Poética
– «Al cuentista se le exige la unidad en lo que escribe cuando prepara una colección de cuentos, una unidad que además es múltiple: unidad de estilo, unidad temática, unidad de géneros y subgéneros…, como si cada pieza no fuese una obra completa, cerrada, única. Cada relato es una obra independiente, como lo es cada novela de un novelista, y como entiendo que es un error mayúsculo no verlo de esta manera, no hago otra cosa que dinamitar esa unidad cada vez que puedo, no sólo entre un relato y el siguiente que llegue en la escritura o en el atadijo final de un libro, sino incluso dentro de la misma pieza» («Hipólito G. Navarro o el juego poliforme de la literatura», en Raúl Hernández Viveros (ed.), Narradores españoles de hoy, Xalapa, México, Cultura de Veracruz, 1998, p. 136).
– «La mayoría de las veces procuro que la narración misma sea el personaje y el argumento, pretendo que todo suceda dentro de los márgenes del lenguaje, y no fuera. Mis argumentos, mis personajes, mis anécdotas, no son más que excusas para jugar con las palabras, que viene a ser la estrategia inversa a lo que más comúnmente entendemos por narración: utilizar las palabras para contar cosas. Prefiero contar cosas para utilizar las palabras» (en Pedro M. Domene (ed.), Amigos recomendables, Almería, Batarro, 1997, p. 148).
– «Soy un cuentista, esto es, alguien que vive del cuento, y no de las poéticas del cuento» («Abuela Tecla –una poética–«, en Andrés Neuman (ed.), Pequeñas resistencias, antología del nuevo cuento español, Madrid, Editorial Páginas de Espuma, 2002, p. 167).
Texto
LOS TIGRES ALBINOS (2000)
«En beneficio de la música»
El primer violín, más que cansado tras el concierto o aturdido por la ovación, calculaba a su manera la intensidad de los aplausos y se sorprendía del inmenso charco de sangre postrado a sus pies. La había sentido correr tibia por entre los dedos y el brazo durante al menos media hora, más que ninguna otra vez en los últimos dos años, aunque no sospechó que perdía tanta. De todas formas le daba igual, pues allí delante el auditorio se derretía en aplausos, un estrépito de palmas que pudo oír triplicado cuando el director de la orquesta lo señaló a él, primer violín, y tuvo que saludar otra vez inclinándose, sujetando su instrumento cubierto con la sangre que seguía manando a borbotones de las yemas de sus dedos cortadas por las cuerdas. «¡Bravo, bravo!», clamaba el público. «¡Bravísimo!», gritó una voz de mujer cuando el primer violín, pasando su instrumento a la otra mano (cientos de pares de ojos estaban pendientes de sus movimientos), se llevó las puntas de sus dedos a la boca con un gesto estudiado delante del espejo, y absorbió de manera voluptuosa la sangre que había comenzado a regalar desde los primeros compases del larghetto. Ante el innúmero público puesto en pie, su paladar de vampiro del éxito saboreó una vez más de sus dedos aquel virtuosismo púrpura de tauromaquia con que sabía disimular la ausencia de otro más técnico al que ni su talento ni sus manos alcanzaban.
Saludó todavía cuatro veces más.
Luego, ya camino del hotel, contemplando en la penumbra del asiento de atrás sus dedos vendados, el primer violín se dijo lo de siempre: «Un concierto memorable».
Si bien ese pensamiento era una certeza, no dejaba de ser una certeza incompleta sin embargo. El concierto de esa noche, no cabe duda, sería por muchos recordado, pero el primer violín no sería capaz de recordarlo a la mañana siguiente. De esto último estaba tan seguro el segundo violín como de que nada más llegar al hotel tendría que deshacerse del frasquito y el paño con que impregnó de veneno las cuatro cuerdas de aquel artefacto que ya venía desde mucho tiempo atrás dando sombra a su talento.
(De Los tigres albinos, Valencia, Pre-Textos, 2000, pp. 141-142)
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