MORALES, Félix

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MORALES, Félix

Biografía

Félix Morales Prado nace en Sevilla el 14 de diciembre de 1952. Es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla. Tras realizar tareas de periodista, monitor de talleres literarios, profesor numerario de instituto y asesor didáctico en la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, se dedica actualmente de lleno a la escritura. En su variopinto recorrido ha fundado y dirigido varias revistas, entre ellas El fantasma de la glorieta, que tras atravesar varias etapas en papel impreso goza hoy de vida virtual en internet en la dirección www.elfantasmadelaglorieta.com Actualmente, reside en Morelia, México, desde donde toma la inspiración para escribir sus artículos quincenales que se publican en Huelva.

 

Obra

POESÍA

Manifiesto de la inocencia herida (1978).
Ciclos (1992).
La belleza es el ángel del misterio (2003).
El mar tiene hoy color de estar pensándose (2004).
Haikus de la lluvia y otros poemas breves (2005).
Circe (2008)
Solipsignos (2008)

NARRATIVA

El sabio burro (1990).

Narrativa/poesía

Maldevo (1991).

ENSAYO

«José María Morón, un poeta onubense de la Generación del 27» (1983).
«7 notas para 7 homenajes de Juan Eduardo Cirlot», (1988).
«Guía de lectura de la novela El infierno y la brisa, de José Mª Vaz de Soto» (1997).

OTROS

Poesía experimental española(1963-2004). Antología (2004).

OBRAS TRADUCIDAS

Le chasseur et autres poèmes, (Traducción al francés de Carmen Malpartida), Sevilla, 2002.

Premios

Poética

Todo es misterio oculto por la costumbre. Cada cosa que existe, aún la más heteróclita, irá perdiendo su poder de maravillarnos a través de la repetición. Porque lo que nos maravilla de las cosas, lo que tienen de misterioso, es que son. Y siendo el ser, común a todo, el único misterio y lo único que es todo lo que es, al dejar de maravillarnos ante el ser de las cosas dejamos de ver lo que son y sólo vemos su fantasmagórico no-ser, su forma que, cuando deja de mostrarnos el misterio del ser para ocultarlo, les arrebata su sentido y las vuelve dolorosas, pesadas, «necesarias». Por eso, en aparente paradoja, buscamos lo extraño, lo pintoresco, para reencontrar el misterio del Ser en esas formas nuevas que nos sacuden la conciencia y nos recuerdan que el Ser misterioso (es decir, el misterio del ser, el Sí, el self) sigue ahí. Cuando lo olvidamos, sólo vemos en las cosas su mortalidad, sus cadáveres; se vacían de sentido.
A cada paso que da en su texto, el escritor se ve en la tesitura de crear (atrevimiento imperdonable que puede suponerle la autodestrucción) o de ceder a la convención aceptada por la tribu, a la que sólo servirá verdaderamente si se rebela, obedeciendo su voz interior (la suya y la de la tribu -son la misma-), contra lo que el código le manda. Sin embargo, como hombre que es, unas veces crea y otras concede y de ambas se arrepiente. Y por eso funciona el juego. El creador es siempre un náufrago.

 

Texto

Alumbraba con velas el espacio oscuro ante las ventanas. Era por Septiembre, mes de las primeras lluvias; cuando las olas inician una danza más salvaje y muestran su rostro auténtico de soledad. Era el tiempo del olor a tierra húmeda emigrado de mis sensaciones de la infancia. Y no había nadie tras las ventanas; sólo el reflejo de las velas y de mi silueta inclinada sobre la mesa y sólo el presagio de la noche oculta más allá de los cristales. De allí me llegaba la canción de agua que caía de los aleros bañados por el aire de otoño en espera de nada, siendo, asumiendo el aroma de retamas que tanto me alegraba en las mañanas, pero cuyo olor nocturno yo ignoraba, si bien lo imaginaba (enriquecido) muy lejos en mi alma. Imaginaba. Movíame quizá como un fantasma por la casa imaginando. Y sabiendo el mundo externo (mi entorno de lluvias y mar y gritos de gaviotas) de acuerdo con mis ensoñaciones. Adivinaba desde dentro de la casa el suave arenal, que se extendía hacia el mar, sembrado de retamas y de pinos y antiguas construcciones de madera y cómo deberían estar flotando en medio de la noche y de la lluvia. Recordaba alguna pesadilla de la niñez en la que un hombre con una capa negra y un sombrero me perseguía entre las dunas o corriendo sobre los estrechos caminos de piedras en hilera encima de la arena. La quietud, el dedo del silencio, se convertían en punto de partida del recuerdo cuando cesaban la lluvia y el viento; y parecía como que todo el pueblo, el mar, la playa, las orillas de fango, se hubieran olvidado de su historia, quedando detenidos en ese punto quieto, en ese espacio de tiempo congelado, idéntico al de la noche anterior y al de la otra. ¿Cómo decir qué recordaba? Pues el recuerdo se me confundía en la boca con el sabor del coñac y con el olor ya inexistente del alcanfor y con los pensamientos o las ráfagas de versos que fijaban, ataban una sensación reconocida. Imposible diferenciar aquella tarde de merienda bajo un siempreverde, en la que un perro aulló cerca de allí y la niñera dijo que barruntaba muerte, de la dama de noche, quieta, en el jardín, exhalando un perfume que era la primera niña (Manolita) que quise y sus sandalias blancas y los juegos de invierno, al anochecer, pegados a la luz de las farolas forradas de vuelos de polillas. ¿Cómo distinguir el recuerdo de las caricias del recuerdo de las canciones, el recuerdo de las naranjas del de la flor de almendro en primavera, el del vuelo nocturno de los paseos en medio de la niebla? Por eso fue aquella casa ciertamente mi triunfo durante ese tiempo aparte. Rara vez entonces accedí al oscuro murmullo de la pregunta. Vacié mis manos de tendencias, mis ojos de miradas exteriores. Aquel Otoño, las retamas, el viento, no fueron lo exterior, sino un sonido, una ráfaga de ser aún innombrado. Por eso aquella casa fue una estancia de espera, uva de irisaciones malvas aguardando su introducción al paraíso; fue como una gota de naranja arrojada a un vacío celeste, esperando la ratificación de su propio ser desconocido. Por eso aquel tiempo fue un tiempo de espera, igual que catorce años antes, cuando aún no había descubierto la realidad de las miradas y, sentado bajo el sol estival en una acera de arcilla roja, me bañaba en el olor de las adelfas y contemplaba el mediodía desierto, sólo habitado por pequeños escarabajos negros que dibujaban inmensos caminos con sus huellas en la arena del jardín pequeño. Permanecía, igual que entonces, sentado, recibiendo un destino que no se fuerza con los actos, (sólo que en medio de la noche, frente a un reloj de pared que arrancaba un rítmico, monótono sonido al silencio, creando el perfecto escenario para saber que aquella estancia era el único esqueleto, fiel, de mi recuerdo, sobrevivido al tiempo; y que yo me alejaba, creciendo, de mi destino: el pasado). Así fue como aquella casa se convirtió en la esfinge que representaba mi destino perdido y el tiempo transcurrido allí en un acto religioso, en un impulso de amor hacia lo irrecuperable, hacia lo imposible, hacia lo esencial.

( De MALDEVO, Diputación de Huelva, 1991. pp. 25-26-27).

 

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