MORAL, Rafael del

Inicio/MORAL, Rafael del

MORAL, Rafael del

Biografía

Rafael del Moral (Almería, 1952) es narrador y sociolingüista. Cursó sus estudios de Filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. Obtuvo su Licenciatura en 1977 con una memoria sobre la obra de Jesús Fernández Santos; y se doctoró en 1990 con una tesis que lleva por título Madrid como espacio literario en la novela española contemporánea. Ha sido profesor de lengua y literatura en el madrileño Instituto Emilio Castelar, en la Universidad de Alcalá de Henares y en la Universidad de Relaciones Internacionales de Moscú. Trabajó como traductor de novelas francesas del siglo XIX, y más tarde de ensayos sobre cine. En 1996 publicó el Diccionario práctico del comentario de textos literarios.

Su obra abrió el camino a su investigación socio-lingüística y seis años más tarde apareció su Diccionario Espasa de Lenguas del mundo. Interesado por la clasificación semántica del léxico redactó el Diccionario Temático del Español y diez años después publicó su segunda edición ampliada, el Diccionario Ideológico – Atlas léxico, tal vez la clasificación más cuidada y exhaustiva de las voces y expresiones de la lengua española. En 1991 escribe su primera novela, Aires de tímida doncella, y dos años después la segunda, Marta y los otros. Inició su aportación a la literatura en 1999 con la Enciclopedia de la Novela Española, un tratado que resume y analiza más de seiscientas novelas de todas las épocas.

Ha sido crítico literario y columnista en el desaparecido Diario 16. En la actualidad es vicepresidente de la Asociación Comenius de Enseñantes Europeos, profesor de Lengua y Literatura en el Liceo Francés de Madrid y miembro de la Sociedad Española de Lingüística.

Obra

NARRATIVA

Marta y los otros (2006).
Aires de tímida doncella (2009).
La influencia de Cástor y Pólux (2010).
Crónicas desde el umbral (2010).

POESÍA

Desde que te conozco (1999).

OTROS

-Lingüística

Metodología de la enseñanza del francés (1991).
Diccionario práctico del comentario de textos literarios (1996).
Diccionario temático del español (1998).
Temario de oposiciones de secundaria. Francés. (2001).
Manual practico del vocabulario español (2001).
Diccionario Espasa de las lenguas del mundo (2002).
Manual práctico del español coloquial (2003).
Diccionario ideológico – Atlas léxico de la lengua española (2009).
Historia de las lenguas hispánicas contada para incrédulos (2009).
Diccionario Conceptual – Español – inglés – francés (2010).
Historia de las lenguas del mundo (2012).
Las batallas de la eñe: lenguas condicionadas y nacionalismos exaltados (2015).

-Literatura

Madrid en la novela 1939-1975 (1998).
Cómo se hizo una novela (1999).
Teoría y práctica de la novela (1999).
Enciclopedia de la novela española (1999).
Madrid como escenario literario en la novela española contemporánea (2002).
Edición crítica de Trafalgar de Benito Pérez Galdós (2002).
Edición de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós (2004).

-Traducciones

Hitchcock / Truffaut. Edición definitiva original de Hitchcock y Truffaut (1991).
Mi vida y mi cine de Jean Renoir (1993).

Premios

1991: Valdeamera de Narrativa.
1992: Valdeamera de Narrativa.

 

Poética

El oficio de escritor y la vocación lectora pueden producir tanto placer como desazón. Me entusiasma recordar la época en que me enterré en las páginas Ana Karenina tanto como aquellos meses en los que redactaba Marta y los otros. Me alteró como un diablo perturbado la lectura de Ulises de Joyce, y también la redacción del Diccionario ideológico – Atlas léxico estuvo a punto de conducirme a la locura.
El escritor emite un legado que no sabe quién va a recoger. Un mensaje abierto a quienes puedan y quieran acercarse a él a través de tiempos y rincones. En la lectura somos receptores de la comunicación sin que el escritor sepa que habíamos de serlo. Cuando escribimos componemos un mensaje con la intención de que supere horizontes. Nadie nos contesta. Y es tan necesario hablar, conversar, comunicar… El escritor ruso Iván Bunin, laureado con el Premio Nóbel de literatura en 1933, dijo en su discurso académico de Estocolmo: «La ética de los escritores es antihumana. El talento siempre es diabólico. La mirada penetrante de un escritor es capaz de volver locos a todos los que viven a su lado.»
Si existieran principios estéticos universales para explicarlos, el placer de leer o escribir dejaría de existir, porque tal vez algún sabio más listillo que listo procuraría administrarnos el gozo en píldoras que regularmente consumidas habrían de distanciarnos del dulceesfuerzo de leer. Podemos decir mucho sobre un texto narrativo, explicar sus principios de valor, analizar la sintaxis, comentar el léxico, pero cada lectura será tan individual como lectores se acerquen a ella.
En ese ambiente, y dentro del estruendo hermoso que es la vida, el escritor puede ser un monstruo. Una estética artística difícil de definir da intensidad al narrador y al lector, y esa intensidad trueca en escritor al lector. Una narración puede tener tantas lecturas como lectores porque cada lector construye su universo narrativo con un entramado distinto. Es la magia de la novela. El lector de novelas descubre, cuando puede, una existencia más íntima y depurada. Hay quien ha leído La Regenta sin recibir emoción alguna, y hay quien ha pasado, una vez terminada, de la última a la primera página para leerla de nuevo. La esencia del texto se refugia en la emoción, en una emoción aislada del bien y el mal e inspirada en la estética, en la belleza, en la intensidad con la que lo sentimos.
Me importa la novela como me interesa la vida. Todo va unido. Experimento la lectura como la propia existencia. La siento como real, y a veces más que otras experiencias porque las imágenes quedan ancladas en la memoria con palabras de la misma manera que damos por reales los sueños antes del despertar. El perfil de una novela, prosa y poética, queda instalado nuestra memoria amasado por nuestra personalidad como si de experiencia real se tratara. La vida no es más que un cúmulo de modos, costumbres, usanzas y sensaciones, y la novela contribuye dulcemente a enriquecerla.

 

 

Texto

«Sé que a nadie interesarán mis memorias. Ni siquiera por esa norma sin ley que anuncia que todo sirve alguna vez. Las que escribió uno de mis antepasados yacieron unos años enterradas en el fondo de un cajón hasta que alguien de la familia, que ignoraba su interesante origen, porque nadie se lo había advertido, las hizo desaparecer con otros papeles. Horas de intimidad, vida en prosa, sentimientos de gozo y momentos tristes fueron a perderse entre cáscaras de plátano, desechos de huevo, plumas de gallina y mondas de patatas. Al día siguiente ardieron fumigadas entre el tufo a podrido de los estercoleros. Luego ascendieron en humo hacia las nubes, o se tornaron cenizas absorbidas por la tierra, condenadas al olvido para siempre.
No contaré mis memorias para eternizarlas. Las escribo por una razón que el desorientado lector que tenga la tribulación de acercarse a ellas descubrirá más tarde. Quiero recrearme, perpetuar mi vida desde este último año del siglo veinte hacia los primeros y muchos más del veintiuno, congratular mi sexto sentido, el del placer de sentirme viva, para no tener nada que reprocharme ni siquiera más allá de la existencia.
Hasta los diecinueve años nadie se fijó en mí. Al menos nadie se fijó como a partir de entonces. Cuando miro las grisáceas fotografías lo entiendo. No era fea, ni desagradable, pero carecía de esos atractivos que desplazan la mirada. Apenas ciertas maneras amables despertaron, sin más, la atención de algunos compañeros de universidad. Tenía por entonces trazos infantiles, cuerpo de adolescente, gestos aturdidos y poco interés por llamar la atención, yo diría que ninguno. Algunas intervenciones en voz alta, pocas, en las asambleas universitarias, teñidas de audacia, me señalaron como líder social y cabecilla en las aulas. Por entonces era fácil serlo porque yo le hacía más caso a sinrazón que a la coherencia. Sentía mientras tanto cómo mis amigas coqueteaban con los compañeros, y cómo éstos se acercaban más a ellas que a mí. Pero no me importaba. Nunca me sentí marginada ni envidiosa. Por entonces me parecía natural. Los escasos elogios que me hicieron – solo después supe que eran pocos – construyeron pequeños mundos en mi frágil y púber imaginación… ¡Era tan feliz! Tampoco advertí los cambios que experimentaba mi cuerpo, ni siquiera el que llegó cuando rozaba los veinte años. Brotó como una primavera enaltecida, y de repente, unas semanas después de salir de una molesta enfermedad. Empecé a convertirme en mujer muy atractiva, según supe más tarde, pero no mucho más tarde. Pasé a ser una mujer singular y a recolectar tanta admiración como envidias. Por entonces yo no sabía que las flores más bellas mueren antes que las que pasan inadvertidas.
En aquellos años el inglés era una lengua exótica. Y como yo había aprendido a cultivar los contrastes, y no quería parecerme a nadie, supuse que en lo exclusivo había de estar la vida repleta de emociones, pero que era necesario buscarlas para liberarlas de los rincones del entendimiento. Para gozar de ellas necesitaba escudriñar en lo desconocido, en lo insólito, en lo novelesco… Y me apropié de aquella lengua poco solicitada hasta entonces, y de su mundo y le dediqué esfuerzos y desvelos.
Era por entonces una chica medianamente amable, repelente, siempre entre los primeros de la clase. Primero me refugiaba en mi timidez y luego aboné el engreimiento. Sentía una tendencia natural hacia la sabiduría. Me acercaba sin esfuerzo a los libros con ansias de saber. Mis padres lo llamaban responsabilidad. Para mí era tan natural como beber agua, abrocharme el sujetador o acomodar el cuerpo para dormir. Hacía las cosas bien porque me habría costado mucho más hacerlas mal.
Me acercaba a los libros con ganas. Los devoraba. Los leía sin descanso y me despertaba con ganas de volver a tener en mis manos el que había abandonado en entusiasmada lectura la noche anterior. Luego era admirada por mi conocimiento, y también por las opiniones. Lucía Espitia, más aceptada que yo entre los estudiantes, sabía atraer a la gente. Sencillamente caía bien, aunque fuera algo escuálida, torpe de gestos, desaliñada en atuendo, descuidada en maneras, perezosa y sorprendentemente fría cuando sentía la necesidad de serlo. A Lucy le debo la mitad de lo que soy. Ella me eligió, y yo me dejé querer, ella me invitaba a las fiestas, a los paseos, a los encuentros con amigos, a los viajes, a estar informada de lo que ocurría y a todo lo demás. Y, lo mejor de todo, respetaba tanto mis decisiones que nunca me pidió nada. Al fin y al cabo a Lucy, tan popular, le venía muy bien ser la mejor amiga de la alumna más rebelde y despiadada de la clase. Pero esto último procuraba guardarlo en secreto».

(De Nieve en primavera p. 7).

 

Subir