MESTRE, Juan Carlos

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MESTRE, Juan Carlos

Biografía

Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957), poeta y artista visual, es autor de los poemarios Siete poemas escritos junto a la lluvia (1982), La visita de Safo (1983), Antífona del Otoño en el Valle del Bierzo (Premio Adonais, 1985), Las páginas del fuego (1987), La poesía ha caído en desgracia (Colección Visor, Premio Jaime Gil de Biedma, 1992) y La tumba de Keats (Editorial Hiperión, Premio Jaén de Poesía, 1999), libro escrito durante su estancia como becario de la Academia de España en Roma. Su obra poética entre 1982 y 2007 ha sido recogida en la antología Las estrellas para quien las trabaja (2007). De reciente aparición es La casa roja (Editorial Calambur, 2008), su última entrega poética y por la que se le otorga el Premio Nacional de Poesía 2009.

En el ámbito de las artes plásticas ha expuesto su obra gráfica y pictórica en galerías de España, EE.UU., Europa y Latinoamérica. En 1999 obtiene la Mención de Honor en el Premio Nacional de Grabado de la Calcografía Nacional, y semejante distinción en la VII Bienal Internacional de Grabado Caixanova 2002.
También ha editado numerosos libros de artista, como el Cuaderno de Roma (2005), versión gráfica de La tumba de Keats, y acompañado con sus grabados poemas de Antonio Gamoneda, Diego Valverde, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, Gonzalo Rojas… Su colaboración con otros creadores y músicos como Amancio Prada, Luis Delgado, Hugo Westerdahl o José Zárate, ha sido recogida en varias grabaciones discográficas.

Obra

POESÍA

Siete poemas escritos junto a la lluvia (1982).
La visita de Safo (1986).
Antífona del Otoño en el Valle del Bierzo (1986).
Las páginas del fuego (1987).
El Arca de los Dones (1992).
Los cuerpos del Paraíso (1992).
La poesía ha caído en desgracia (1992).
La mujer abstracta (1996).
La tumba de Keats (1999).
La voz, las voces (2000).
El universo está en la noche (2006).
Las estrellas para quien las trabaja (2007).
Contra toda leyenda (2007).
Tarjeta de visita (2007).
La Casa Roja (2008).
Elogio de la palabra (2009).
La visita de Safo y otros poemas para despedir a Lennon (2012). La bicicleta del panadero (2012).
Un poema no es una misa cantada (2013).

ENSAYO

Las plumas del colibrí, Estudio y Antología (N. Alonso, J. C. Mestre, G. Triviños y M. Rodríguez (1973-1988), Santiago de Chile, CESOC, 1989.
Emboscados. Amancio Prada. Glosario e ilustraciones de Juan Carlos Mestre. Colección «Lejana y Rosa», Ediciones de la Fundación Juan Ramón Jiménez, Huelva 1995.
Bestiario apócrifo de Álvaro Delgado. En Alvaro Delgado, Ayuntamiento de León, 1998.
La palabra destino, Rafael Pérez Estrada. (Antología, prólogo y edición de Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán), Hiperión, Madrid 2000.
Informe para extranjeros. Antología de poesía chilena Contemporánea. Dos volúmenes. (Selección de María Nieves Alonso, Juan Carlos Mestre, Gilberto Triviños y Mario Rodríguez). Colección Juan Ramón Jiménez, Huelva, 2001.
La visión comunicable, Rosamel del Valle. (Antología, prologo y edición de Juan Carlos Mestre) Colección SIGNOS, Huerga y Fierro Editores, Madrid 2001.
Visión magnética de Javier Fernández de Molina. En ENEA Y LOS GATOS, Colegio Oficial de Arquitectos de Extremadura, Badajoz, 2002.
El señor de bembibre, Enrique Gil y Carrasco. (Edición y Apéndice de Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán) Colección Austral Nº 546, Editorial Espasa Calpe, Madrid 2004.
La musa funámbula. La poesía española entre 1980 y 2005 (2008).

Premios

1992: Premio Adonáis de Poesía.
1992: Premio Jaime Gil de Biedma.
1999: Premio Jaén de poesía.
1999: Mención de Honor en el Premio Nacional de Grabado de la Calcografía Nacional.
2002: Mención de Honor VII Bienal Internacional de Grabado de Orense.
2009: Mención de Honor Premio Internacional de Grabado Atlante.
2009: Premio Nacional de Poesía por el poemario La casa roja.
2012: Premio de la Crítica de Poesía Castellana por el poemario La bicicleta del panadero.
Botillo de Oro, otorgado en reconocimiento a la labor de representación de su tierra natal, El Bierzo.
2018: Premio Castilla y León de las Letras.

Poética

Un poeta también existe en las palabras recogidas en los orfanatos, entre las huellas de antiguos actos que negaron ejemplaridad a la conducta. Acaso ciertas pasiones relacionadas con un encuentro fugaz entre las ruinas de la creencia. El tiempo ha comenzado a carecer de importancia y las metáforas de la duración se han ido convirtiendo en gestos de resistencia, actos de un habla transparente hacia la metamorfosis del silencio. Niños conducidos por animales débiles hacia las afueras del aprendizaje, pájaros sin bandada, precarios y elocuentes mudos entre los expolios de la razón. Eso es todo, es nada.
No ha sido fácil oírlos, cantan alto los relámpagos de su revuelta, arden cerca de las fogatas ilusorias en los campamentos del último exilio. Quedan poemas, piedras blancas con las que marcar los días, hermosos y atroces, de la intemperie, balizas en la tormenta para el encantamiento de los futuros náufragos.
No saber más que el gallo del carpintero, no trabajarle ningún jornal al dueño de la inmortalidad vergonzosa. Oponer una delicada comprensión de la vida ante la barbarie.

 

 

Texto

LA CASA ROJA

Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa donde los cardenales negros sacrifican papagayos a la voz del diluvio. El diluvio tiene las barbas blancas como el sauce de la jurisprudencia un domingo de bodas. Los predicadores aman la tempestad y golpean con sus Biblias de nácar la erección de los guardiamarinas. Las familias beben alcohol, se santiguan, recolectan insectos. El niño de la lámina se masturba plácidamente con la transparencia. La rosa de Jericó huele a vainilla. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa cuya ilusión está llena de peces, el pez de San Pedro, la conciencia del delfín encerrada en el aro de la bahía desierta. Lorenzo de Médicis tenía una casa roja, las maniquíes de Bizancio tenían una casa roja. Mi corazón es una casa roja con escamas de vidrio, mi corazón es la caseta de los bañistas cuya eternidad es breve como columna de lágrimas. El minotauro hace rodar sus ojos por el acantilado de las estrellas, la herida del anochecer hace su nido en la arena. Yo hablo con alas, yo hablo con lava de lo ardido y humo de diamante. La geometría bebe veneno, en el canto de los pájaros suena la armonía del baile de los muertos. En la casa roja hay una mesa blanca, en la mesa blanca hay una caja de plata con la nada del sábado. La intemperie gime contra los muros, la tristeza gime contra los mármoles. El profeta tuvo una casa de papiro a la orilla del lago, la muchacha del ghetto vivió en la casa de las preguntas. Mi mano izquierda luce un anillo de agua, en el camafeo de la supersticiosa brilla el mercurio de la temperatura. Lo que canto es lumbre, caballos lo que canto contra la aritmética y los números. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja, una casa bajo el índice del cielo y el negro nenúfar de la amante devota. El muchacho con ojos de ebonita ama la enfermedad y el rubí de los reyes. Las mujeres hermosas sueñan con acuarelas, sueñan con garzas y volúmenes y súbitos prodigios sobre las alfombras de lana. Yo vivo extraviado entre dos rosas de sangre, la que tiñe la calamidad de impaciente belleza, la que tiñe la aurora con su astro eucarístico. Mi voluntad tiene la cólera del orfebre, mi capricho tiene el óxido de tu frente de hierro. Nadie cruza los bosques malignos, nadie sobre la yerba de la muerte escucha el desconsolado discurso de las ceremonias asiduas. Yo veo el arco iris, yo veo la patria de los músicos y el olivo de los evangelios. Mi casa es una casa roja bajo la fibra de un rayo, mi casa es la visión y la beldad de una isla. Aquí cabe la gala del mandarín y la escrupulosa usura de las edades antiguas. Esta casa mira al norte hacia las lagunas de helechos, esta casa mira al sudeste azotada por el aliento de los que piden limosna.

LA TUMBA DE KEATS
(Fragmentos)

«The poetry of earth is never dead.»
John Keats

Esto sucede ante la hora izquierda en que mi vida,
violenta juventud contra el poder de un príncipe,
llama jauría a la verdad y belleza a los puentes derrumbados.
Llama flor del frío a la tumba de los náufragos,
astrolabio muerto a la nieve de los locos.
Hornea un talco negro el hambre de la muerte,
la edad de los sentidos, el obstinado aliento
de la cansada luz de octubre en el baúl de abejas.
Brota sobre esta duna blanca la vehemente hierba de las islas,
la implacable hormiga en el blando bulbo de la boca helada.
Con guantes de forense sale la noche verde de su estuche
y la tempestad retumba por el otoño roto de las ánforas.
Tiene aquí mi corazón la edad del mundo,
el pez de piedra bajo el que los recién nacidos duermen.
Sufre el impaciente un reloj de sol bajo los párpados,
la aguja inmóvil como retina fría de los caballos muertos.
Mi vida es el temblor del consternado y el indigente ciego,
la constelación del triste en un festín de víctimas.
No conozco otra conciencia que la oscuridad translúcida,
la sábana de vidrio sobre la que la infernal razón se acuesta.
Vivo separado del rumbo de las cosas, hablo el miedo
de un heredero alzado contra el funesto monarca de las ciénagas.
No espero nada de los dioses, nada de la memorable epidemia de sus jueces.
Soy distinto ante el esclavo y el enano, soy el mismo suplicante y el eunuco.
Soy el transeúnte de la atmósfera, el anhelante oscuro del relámpago.
Oigo voces, oigo al temeroso y al anciano, sé que un caballo es un momento.
Oigo pasos, oigo el lastimoso trueno que al perenne huérfano perturba.
Tengo por amigo al penitente mar y al anticuado otoño,
amo la imperturbable soledad del hombre y la confidencia de los pájaros.
Llamo inalcanzable a la distancia que hay entre dos cuerpos,
alternativamente invado el país del fracaso y el suelo natal de la victoria.
Fui adolescente y me envenené con lumbre, fui déspota incansable
contra la vanidad que hastía la fiesta de los cuerpos.
No he llegado más lejos de mí mismo que una moneda del avaro está de otra,
considero estéril el invierno, considero el azul imprescindible.
Me ocupo con horror de los esfuerzos que hace cada día el sol por elogiar la tierra,
siento simpatía por el primitivo lúcido y por el débil infeliz metódico.
Prefiero la melancolía del cobarde a la furia invencible de los héroes,
prefiero el desamparo de los campos a la rígida ambición de los sepulcros.
Dios está cansado de escucharnos, están cansados los hombres y los perros,
la nostalgia es una canoa a la deriva por el río blanco de la muerte.

(…)

Se aburre el hombre con el hombre, una vez más es su cabeza como un bosque dormido,
en ella los venenos de la posesión hacen sufrir al enamorado y al cándido,
levantan murallas altas como milenios entre su deseo y su cuerpo,
rodean los bazares con brea de pescado, queman hojas de libros y queroseno,
especulan, traen noticias, defienden teorías, matan lo que aman.
Tuvimos una vez la felicidad, pero tuvimos a Wilde con su jergón de presidiario a rayas,
tuvimos nombre de estrella, hermosos nombres de animales bíblicos,
fuimos mujer y sol y hombre y luna, brillantes como los atunes, vivos como delfines,
pero sucedió la vergüenza y salió el basilisco con su áspera lengua de arena,
sucedió la muchacha muerta, el oficio de andar por ahí con una hoz en la mano,
sucedió la anémona de pechos violáceos, en cada lugar entró el afilador filarmónico,
entró el ruido de los escaparates rotos, entró la maledicencia en cada casa,
las algas entraron en los cráneos de los arrojados al mar, entró la gente en las correas,
la almeja abrió sus labios en el plato gigante, abrieron sus agallas negras los camaleones,
alguien cogió la lámpara y la apagó, alguien anduvo de un lado para otro jadeante, con miedo,
lo incombustible ardió, el amarillo fue un color maldito, se detuvieron los trenes,
hacia otro lugar se pusieron de nuevo en marcha los trenes,
las flores se cerraron sobre sí mismas, se dieron vuelta los guantes, las cruces alargaron sus brazos,
pasó un día, los solitarios abandonaron la felicidad, los atónitos se juntaron con los infelices alrededor de una estufa, esperaron,
pasó otro día, algunos empezaron a oír terribles narraciones, relatos que ofendían la
verdad de la literatura,
todos por separado acariciaban su nublado pedazo de cielo, juntos lo maldecían,
la monotonía de la muerte empezó a empapar los cadáveres,
la presencia del mal comenzó a ser disculpada más allá de las barreras del ghetto,
de nada sirve que yo te ame, de nada sirve muchacha que yo te quiera,
esto es todo lo que nos ha dado la vida, la memoria del que muere en otra parte,
ahora cuando el otro es el que sufre, y es también el otro el que condena.
Nadie llamará leña a la corteza de este árbol, nadie libro a la casa de este cuerpo,
nadie a la Roma mortal de los escombros liturgia de lo eterno,
nadie por más que dure la vejez del mundo ocultará su cara con las manos,
nadie al deseo que inspira el candoroso lenguaje de los hombres llamará costumbre desconocida,
nadie que se conozca olvidará las portentosas, inocentes, primeras palabras de su infancia,
nadie entre lo que queda de nosotros, la brizna de nosotros, la huella de nosotros,
dirá ha dejado de llover, el exilio ha terminado, es decir, he olvidado.
Pueden de este modo girar los aros y las manecillas y el círculo de las poleas,
pueden los astros volver atrás sobre sus órbitas, sumergirse las islas, retraer los muros sus cristales,
pero aquel que alce su vista al universo, aquel con su cestillo, aquel con ramas,
el que aún trae en sus dedos el olor de otro, la copa de los manantiales salinos,
el que abre la botella del náufrago, el que hace arder la sonrisa del cómico,
el errante que bajo el cielo de agosto llama a ese sitio lugar donde él quisiera vivir,
el inmóvil sobre las superficies que llama a ese lugar tierra donde quisiera quedarse,
el poseído por la alucinación de las brújulas, el que dice toda noche es pequeña para mí,
el que tiene una herramienta negra, el que la oculta para no defenderse de nada,
quien alza la mano y dice y el que no alza la mano y murmura y pone su silencio entre las palabras que tienen valor,
el que hace ruido con la boca, el que asaltado por el temor de los grandes batracios se calla,
el huérfano apadrinado por el estiércol de la oquedad,
el hueso del exhibicionista cristiano, la fiera cismática de los teólogos negros,
el collage de Roma tatuado sobre el torso desnudo del favorito de Adriano,
piedra de la piedad de Roma, la conciencia de Auschwitz marcada a látigo de nieve
a través del hambre de las diecisiete generaciones de Jacob,
la carreta de heno, las sandalias del gran dador de la misericordia al que llaman las tribus Pontífice Máximo,
los doce arrepentidos tallados en piedra blanca por el dueño de los arquetipos,
el reloj de arena y la escuadra masónica, el cálculo perfecto del poder y la muerte,
el que viene en nombre de nadie, el que trae cera para los mártires,
el que trae un azafate de bronce, agua donde lavar la uña de los creyentes,
el torpe con la barba de once días del peregrino apoyándose en su cayado egipcio,
el apóstata con el juez a levantar testimonio del cadáver encontrado en Ostia,
Pier Paolo Pasolini a la derecha del suspiro del Padre,
carne de mono para las bodas del infierno,
carne de Cristo para el delito de Estado,
Roma blanqueada por la avaricia del asesinato,
Roma roída por los perros de la judicatura.

(…)

De la enumeración de los hechos el primero es la llaga de octubre,
la deportación de los hebreos durante el otoño del cuarenta y tres,
Emma Diveroli y Vittorio Lowenthal entre los ocho mil de Italia,
eso ve el descendiente que en las cercanías de Moisés no ha entrado en la sinagoga,
el nieto del sastre que a los cuarenta años reconoce a su tribu por los signos de la desgracia
y llama a esta mañana mañana de lo fatídico,
manantial para la sed del infierno a la suma inexacta que pronuncia el coro de víctimas,
la absorta multitud de inválidos que camina en fila y atraviesa los puentes,
la columna de los desvalidos que serán arrojados a la fosa común por el historiador y el experto,
por el que sabe los siete nombres con que se denomina el canon de la hermosura en los países que no tienen murallas,
el que desconoce el espejismo y llama limo al fuego y hoguera a la brasa de hielo,
el que ante las hornacinas saqueadas por las tropas de Napoleón
llama Imperio a la multitud de cadáveres y cabeza de hormiga a los datos de guerra.
Roma, Roma cubierta por la imperturbable pintura de los excrementos históricos,
el cráneo de Pedro frecuentado por el enjambre narcótico de los creyentes, la asfixia del nitrato de plata,
los escalones magníficos, los peldaños que conducen a la alegoría del perro,
las catacumbas limadas por la horma del pie de los mendicantes,
los pasillos espléndidos de la paranoia verde del manierismo de mármol,
aquí donde el gran animal africano hace sonar la alarma de su bocina electrónica
y la pesadilla de Roma iluminada por un millar de teas humanas
es la rosa ardiente de la generación de la Tierra, la lúgubre soledad del césar,
la rosa de los libros que leyó Petrarca, el placer ante la crucifixión de una mujer joven.
Aquí donde la comparsa de los ridículos hace alianza con los mediocres bajo el atuendo de lo necesario,
aquí donde la locura beatífica de las ocas decapitadas en los jardines botánicos hace pacto con las fauces de la alimaña,
Roma pulida por el meteoro de los ultrajes,
el dolor de las lápidas sobre las que alguien ha dibujado la ofrenda de una paloma,
la sangrante conversión de los pies apostólicos bajo el agua abstracta de la herejía,
lo que leído como tragedia espiritual, como azar cerrado a la presencia de lo satánico,
es edad de los ángeles hermafroditas, ganzúa de carne en la tumba de los patriarcas atléticos.
Llamas a esto visión sublimada de la grandeza de Dios nuestro señor de las alucinaciones,
capilla de los durmientes decorada conforme al erotismo de la eternidad llamas a esto,
como llamas ilusión al diagnóstico de Toni Negri acerca del futuro de la clase obrera,
utopía a la quimera que devora a su enigma,
la metafísica de la crueldad escrita para Bogdan Bogunovich sobre su pizarra póstuma:
ni el propio amor conoce su profundidad si no es en el momento de la separación,
como tampoco la separación conoce su profundidad sino es el momento del amor.

 

 

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