Biografía
Bruno Marcos Carcedo nació en San Sebastián en 1970 y reside en León. Es licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Salamanca y combina la actividad en el campo de las artes plásticas con la literatura y la docencia. Ha realizado numerosas exposiciones en España, Portugal, Italia y Nueva York.
Además de textos y artículos en prensa y revistas ha publicado una obra poética Libro de las Enumeraciones (1996), un ensayo de estética Muerte del arte (1997), las novelas Lo más profundo es la piel (2002) y La fiesta del fin del mundo (2004), así como los diarios Nevermore (2007) y Suite Voltaire (2009). Ha sido incluido en las antologías Poesía Pasión y Diez Nuevas Voces.
Ha recibido varios premios como los de Arte Joven de Castilla y León, el de Creación Literaria del Ministerio de Cultura, Letras Jóvenes de Castilla y León, Creación Literaria del Instituto Leonés de Cultura y Pro-arte de Castilla y León.
Obra
POESÍA
Libro de las enumeraciones. Poesía (1996).
NARRATIVA
Lo más profundo es la piel. Novela (2002).
La fiesta del fin del mundo. Novela (2004).
Nevermore. Diario (2007).
Suite Voltaire. Diario (2009).
Últimos pasajes a la diferencia (2016).
ANTOLOGÍAS
El descrédito: Viajes narrativos en torno a Louis Ferdinand Céline (2013).
Meliès (2017).
Cronófagos. Devoradores de tiempo (2019).
OTROS
Muerte del arte. Ensayo (1997).
Premios
1995: Creación Literaria. Ministerio de Cultura.
1996: Arte Joven de Castilla y León.
1997: Letras jóvenes de Castilla y León.
1997: Arte Joven de Castilla y León.
1998: Letras Jóvenes de Castilla y León.
1998: Arte Joven de Castilla y León.
2000: Letras Jóvenes de Castilla y León.
2000: Arte Joven de Castilla y León.
2003: Creación Literaria. Instituto Leonés de Cultura.
2009: Pro-Arte. Junta de Castilla y León.
Poética
Texto
Desde entonces se acostaba en aquella cama de niña con la sensación de estar al lado de un ser extraño, de respirar el mismo aire que un ser extraño y, también ella misma, se sentía un ser extraño por estar al lado de ella, por ser su hermana.
Emilia siempre había tenido una forma peculiar de estar en la casa, parecía habitar en pliegues, en agujeros negros que atraían lo oscuro de las corrientes psíquicas, rincones siniestros que existen a nuestro lado pero en los que nunca entramos. Sólo Emilia los habitaba. Moraba en ellos siempre, atónita, haciendo girar toda la casa alrededor de su pozo, de su abismo.
De muy pequeña era Emilia la que solía despertarse a media noche. Silvia la sentía moverse, primero se ponía boca arriba, luego con una sola mano levantaba las sábanas, se quedaba sentada en la cama unos instantes y finalmente se iba del cuarto. Entonces era cuando Silvia abría los ojos y la miraba salir por la puerta para ver perderse en la oscuridad la silueta de la espalda de su camisón blanco. Luego la sentía entrar en la habitación de la madre y, sin despertarla, introducirse en su cama y dormirse.
Una noche, cuando tenía cinco años repitió la misma ceremonia. Se levantó medio en sueños, descalza, y con los ojos cerrados fue hasta la cama de su madre, se metió en ella y durmió varias horas sin saber que estaba muerta. Por la mañana volvió a su cama. Fue Silvia, después, la que se dio cuenta de que había fallecido, tocó su cara y estaba fría, no quedaba ya nada de calor en su cuerpo. Calculó que debía ya llevar muchas horas muerta, que seguramente había muerto al poco de que Emilia se acostase junto a ella.
Durante unos instantes se quedó paralizada, sintió como si el corazón le palpitase dentro del cuello y engordase dentro de él. Dio un paso hacia atrás y empezó a respirar muy fuerte y muy rápido. Sintió que la muerte podía saltar encima de ella y atraparla, meterse dentro de su cuerpo y desde el centro, como una bomba de hielo, ir congelando cada centímetro de ella hasta llegar a la piel. Corrió fuera del cuarto, dio un portazo, entró en su dormitorio y se sentó en un rincón. Emilia dormía de una forma plácida, ajena a todo, pero en la cabeza de Silvia se repetía «lo sabe, lo sabe, lo sabe…».
Emilia tenía una coraza frente al sufrimiento extremo, ya desde pequeña sufría y su dolor cotidiano le hacía no acusar los golpes más duros. Se evitó que viera a la madre muerta, sin embargo, obligaron a Silvia a besar el cadáver, la mejilla tersa de una mujer aún joven, fría, aun más fría que cuando la descubrió en la cama. Alguien la empujaba por la espalda. Juntó los labios a la piel de su madre pero no la besó, simuló hacerlo, tenía miedo de que ese pequeño impulso de succión del beso hiciese introducirse el hielo de la muerte dentro de ella.
Casi veinte años después una noche en la que no se dormía, al revolver entre la cosas de la familia encontró una carta escrita por su madre. Eran unos cuantos renglones torcidos que subían y bajaban. Aquella caligrafía torpe, infantil, hacía adivinar no a un niño sino a una persona mayor que apenas sabe escribir. Qué triste e indefensa le pareció entonces su madre en aquella nota llena de faltas de ortografía y en ese impulso por decir algo, por encaminar un escrito hacia un futuro que no tendría. No era una analfabeta y quizá por ello le sorprendieron más aquellas letras. Su madre era fuerte pero ahí, en esa nota, en esa forma triste y simple de dibujar unas letras estaba toda la fragilidad de la vida sobre la tierra. Le dieron ganas de enseñarle a escribir, pensó en que si aún estuviese viva la cogería todas las tardes y le enseñaría, pero estaba muerta, muerta para siempre. De pronto su madre era alguien a proteger en lugar de la figura ausente que debía haberlas protegido a Emilia y a ella, de pronto se dibujó en su mente una mujer mucho más débil que ella, infinitamente más desgraciada, empezó a ver su muerte no como un abandono, como una desgracia de Emilia y de ella, sino como la desgracia de su madre.
Silvia podía recordar entonces el sonido de agua de los pies descalzos de Emilia sobre el suelo frío, la última noche en que fue a dormir con su madre, pensó con fuerza que ojalá existiera el cielo.
(de Lo más profundo es la piel, 2002).
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