MANGRINYÀ, Luis

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MANGRINYÀ, Luis

Biografía

Luis Magrinyà nació en Palma de Mallorca en 1960, aunque desde 1982 vive en Madrid. Estudió Letras y Fotografía. Se dio a conocer al gran público gracias a la buena acogida que tuvieron sus dos primeros libros (ambos, volúmenes de relatos), los cuales, a su vez, le consagraron como un autor de cuentos importante en el panorama literario español. Años más tarde, en 2000, vio la luz su primera novela.

Junto con su actividad creativa, ha sido lexicógrafo de la Real Academia Española y ha desempeñado una considerable labor de traducción (ha vertido al español obras de C. S. Lewis, Henry James, Jane Austen, Lyn Pan, Rudyard Kipling…) y de edición de textos (forma parte del departamento de edición en la editorial Alba).

 

 

 

Obra

NARRATIVA
Los aéreos (Relatos).
Belinda y el monstruo (Relatos) (1995).
«Algunos puntos oscuros en la biografía de Mystère» (en El Paseante) (1996). Relato.
«Qué mar» (en La nostalgia del mar) (1998). Relato (1998).
«Claudicación» (Relato en Revista de occidente) (1999).
Los dos Luises (2000).
Intrusos y huéspedes (2005).
Habitación doble (2010).

ENSAYO

Estilo rico, estilo pobre (Debate) (2015).

Premios

2000: Premio Herralde de Novela con Los dos Luises.

2011: Premio Otras Voces, Otros Ámbitos por Habitación doble.

Poética

Seguramente nouvelles

«Suelo llamarlos cuentos, aunque seguramente son nouvelles. Pero si los llamo así, creo, no es sólo por vicio o comodidad. Les sienta bien, y además me recuerdan los primeros cuentos que leí -o me leyeron- y que son, supongo, los primeros cuentos que ha leído -o han leído a- todo el mundo. He escrito una versión de La bella y la bestia a propósito; pero también he reescrito El patito feo sin pretenderlo. En realidad está de más hacer versiones: las versiones no se hacen porque ya son. Cuando uno cuenta una historia, cuando la cuenta de verdad, quiero decir, tarde o temprano se da cuenta de que alguien la ha contado ya. Darse cuenta de esto es importante, aunque también es peligroso. Se presta al juego, que es ejercicio, y no obra, y por tanto pueril; y se presta al homenaje, que es solemne, y por tanto estúpido. Pero es importante al mismo tiempo porque los tópicos no pueden tratarse inocentemente, y para eso primero hay que reconocerlos. Luego simplemente hay que creer que es conveniente que la conciencia vaya acompañada de cierta actividad crítica.
Los segundos cuentos que leí eran de otra clase. No sé si llamarlos modernos. Recuerdo haber leído una edición completa de los cuentos de Cortázar. Los he olvidado.
Luego vino la nouvelle. No recuerdo cuál fue la primera. Tal vez algo de Mérimée, a quien adoro; o «El filtro» de Stendhal, o Maud-Evelyn de Henry James, o El gran amor de Dennis Haggarty de Thackeray, que venían juntas en un mismo volumen promocional de Biblioteca Pepsi; o Bartleby, o Somerset Maugham, o Stefan Zweig. No sé; pero cualquiera de ellas fue un gran descubrimiento. Encontré un género que permitía lo fantástico, pero no su autosuficiencia; y que permitía también, generosamente, en su grosor y en su refinamiento, el melodrama. Son dos polos que me atraen: el primero, por su descrédito, siempre operativo, beligerante, de lo real; el otro, quizá al contrario, porque revela la medida en que todo pathos es social. Ambos coinciden en su contumaz reducción de las causas a los efectos. No interesa de dónde viene el fantasma, sino el terror que despierta. No importa de dónde sale el amor, sino su paso perturbador por los escenarios de la sociedad.
La nouvelle admite también, casi exige, diría, cierta complicación, algo que no ocurre con el cuento. No es sólo una cuestión formal: es la expresión afín a una determinada manera de ver las cosas que no puede formularse con brevedad. Desde que descubrí esta afinidad, el género me ha adoptado.
También me he dado cuenta de que muchas de esas cosas que llamamos novelas saldrían ganando si les quitáramos las partes de relleno. Entonces tendríamos algunas buenas nouvelles. El género es una disciplina. Y en este caso una disciplina que no es sólo cuestión de extensión sino también de ligereza. Tengo la impresión de que para tratar una cosa por extenso ésta tiene que merecerlo; si no, es como darle demasiada importancia. La nouvelle viene a funcionar como un antídoto de la importancia, ya porque la cosa no la merezca, ya porque el autor no quiera dársela…, lo que no deja de ser lo mismo. Es un género que permite tratar asuntos graves -gravísimos incluso- sin dar esa sensación a veces absurda y fuera de lugar, poco ecuánime, de que estamos irremediablemente sujetos a una soga o a una cadena. En el fondo, todo puede cambiar, todo es trivial.
Una cosa más. Noto en mí una acusada tendencia a no concebir mis cuentos -mis nouvelles– por separado. Una cosa es escribir cuentos y otra libros de cuentos. Yo hago lo último. No me parece que este tipo de piezas se basten a sí mismas. Necesitan compañía, necesitan réplica, necesitan funcionar dentro de algo organizado. Busco siempre una unidad temática, sostenida a lo largo del libro, realzada, y no dispersada, por la variedad. Y escribo pensando siempre en el lugar que una pieza va a ocupar en el conjunto, y en el lugar que van a ocupar las demás. Es interesante mostrar en una de ellas, por ejemplo, lo que se oculta en otra. Y es interesante tener en cuenta que el lector, una vez leída una de ellas, está de algún modo predispuesto cuando pasa a la siguiente. Esta predisposición puede ser confirmada o traicionada, pero siempre es manipulable psicológicamente. Mi primer libro empezaba con un cuento que tenía al final, inesperadamente, una solución de tipo fantástico. Cuando el lector se enfrentaba al segundo, estaba avisado de que podía encontrarse con algún efecto parecido… y no se lo encontraba».

(De «Luis Magrinyà. Peces pintados», en J. A. Masoliver Ródenas y F. Valls, Los cuentos que cuentan, Barcelona, Anagrama, 1998, pp. 162-164)

 

 

 

 

Texto

 

[Más tarde.] Después de la reunión no me siento mucho más preparado. La cosa no ha empezado muy bien, luego ha ido mejorando, al final nos hemos organizado y el plan está en marcha, pero algo me dice que ninguno de nosotros confía demasiado en que prospere. La sensación de dificultad nos embarga a todos en una u otra medida, y, más o menos en la misma, el imperativo de prudencia hace estragos. La visión del riesgo es bastante exagerada: al fin y al cabo nadie está haciendo todavía nada ilegal; pero el «todavía» anticipa en las conciencias rigores y aspavientos desmesurados. Nadie está seguro de saber disimular, de saber decir lo que no es, de saber mentir, y si estas actividades parece que deban preverse ya para el hipotético caso de que alguien nos pregunte por qué o para qué estamos interesados en la adquisición de esencia de sasafrás, ¿qué portentosas falsedades cabe prever en el hipotético caso de que la adquisición, como pretendemos, se consume? Lo curioso es que nadie parece dispuesto a esperar: estas falsedades hay que resolverlas ahora; no sé si con razón o con un exceso de ella, el guión completo tiene que estar escrito antes incluso de ensayar la primera página; la consigna es cálculo y precaución.
Hay, pues, bastante miedo. ¡Y sólo faltaría que el miedo lo echara todo a perder! He notado muchísimo la ausencia de Dani, que a última hora ha llamado para decir que estaba «en ello» pero que, sintiéndolo mucho, no iba a poder venir porque le habían «cambiado el turno». Gilles ha puesto cara de fastidio pero, al decir: «Me lo esperaba», ha experimentado una de esas siniestras confirmaciones que dejan satisfecho; Samantha no ha dicho nada. Yo, que tenía la intención de abogar por Manuel y por Marta, me he inhibido: me ha asaltado la sospecha, creo que fundada, de que, si lo hacía, podía darlos por definitivamente excluidos, y de que la exclusión -Gilles estaba imposible- se extendería a Dani, con el que «no se puede contar para nada». Y, sin embargo, cómo me habría gustado oír uno de sus «tío, te estás pasando» cuando Gilles ha empezado a exigirnos que fabuláramos explicaciones «creíbles» para el momento en que la DEA o España líder irrumpiera en el garaje, encontrara «frascos y frascos de precursores», o nos sorprendiera directamente «en plena síntesis de una sustancia ilegal, un delito contra la salud pública por el que podrían caernos de tres a doce años». A Samantha, que está decidida pero de ninguna manera relajada, y que enseguida se ha apropiado de la parte del león, convencida de que a ella en particular iban a caerle «los doce», tampoco le habrían ido mal unas dosis efectivas de temeridad, o, en su defecto, un poco de aturdimiento ansiolítico. Por otra parte creo que ahora mismo es esa ansiedad la que la empuja a seguir adelante; y en su visión de la cárcel había sin duda algo del orgullo de la condenada. Pero a mí me gustaría, cómo decirlo, que el mecanismo de arrastre fuera un poco más suave, menos ruidoso, más tranquilo. Y, sobre todo, que, estando en un punto, no nos arrastrara demasiado lejos de él. Tal vez sea pedir, o esperar, mucho.
(De Intrusos y huéspedes, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 120-121)

 

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