LOPEZ CASTILLO, Santiago

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LOPEZ CASTILLO, Santiago

Biografía

Madrileño nacido en 1944, periodista por la Escuela Oficial de Periodismo, licenciado en la Facultad de CC. II. de la Complutense, escritor, pintor, conferenciante, profesor del CEU, treinta años en la plantilla de Informativos de TVE, donde, entre otros cargos, fue director del Telediario, jefe de información parlamentaria y responsable del programa «Parlamento», tareas que le llevaron a divulgar los debates de la Carta Magna o, también, el intento de golpe de Estado el día del 23-F cuando hacía la transmisión para todo el país. Asimismo, dirigió «Estudio Estadio» y «Vía Olímpica» en el ámbito deportivo y el magazín «La Tarde», siendo su último programa -antes de acogerse al ERE del Ente- «En Verde», el primer espacio de una televisión pública dedicado a la Naturaleza y en defensa de los animales, lo que, en gran medida, contribuyó a que se modificara el Código Penal sobre el maltrato animal.

En su compaginación del periodismo escrito con el audiovisual, destaca, sin duda, su faceta de entrevistador político, primero en el periódico liberal Nuevo Diario, del que fue jefe del suplemento dominical, más tarde en ABC-Blanco y Negro como redactor-jefe y subdirector, después, para concluir en el histórico Cambio16. En esas más de trescientas entrevistas figuraban personajes tan relevantes de la vida española de la época que iban desde José Solís Ruíz, el general García Rebull, Fernández-Miranda (la única que concedió) hasta Santiago Carrillo, Gil-Robles o el socialista Rodolfo Llopis, también Felipe González, Leopoldo Calvo-Sotelo, sin olvidar personajes de la cultura como Miguel Delibes, C. J. Cela o Dámaso Alonso. Fruto de aquellas conversaciones nació el libro 40 en juego, de la editorial CVS, 1975, en tiempos difíciles para la libertad de expresión.

Santiago López Castillo, que, tras cursar la carrera, pasó por La Verdad de Murcia, de la Editorial Católica, ha destacado asimismo en su faceta de pintor, con varias exposiciones individuales; la principal y más relevante -además de la galería matritense de Caja Madrid- fue la muestra en el Centro Cultural de la Villa, inaugurada por el entonces alcalde José Mª Álvarez del Manzano, titulada «La raíz de la tierra» (1998).
López Castillo tiene trece libros editados y dejó alguno más en tránsito, basados, fundamentalmente, en el mundo rural, su pasión.

Además publicó más de medio millar de artículos periodísticos entre ABC, Blanco y Negro, Cambio 16, La Razón, Diario Ya, Nueva Alcarria (Guadalajara), Guadalajara 2000, Agencia Fax Press, revista Meda (sobre el medio ambiente), Nuestros pueblos (publicación también alcarreña), Viajar, del Grupo Zeta…

Se dedicó al periodismo, a la narrativa y a sus amigos hasta el final. El pico de La Maliciosa, visible desde su casa, le acompañó sus últimos años hasta el día de Reyes de 2019, a los 74 años.

Obra

NARRATIVA

40 en juego (1975).
Senado, propósito de enmienda (1983).
Canela (1991).
La Poza (1997).
La Cruz de la Santera (2001).
Las Aliagas (2008).
Cornudos y apaleados (2009).
Mis perros, mi vida (2010).
Donde moran y mueren (2012).
La sonrisa de Dios (2015).
El cuerno del tricornio (2016).
Niebla (2017).
Lejos de la ciudad. Novela (inédito).

OTROS

Gertrudis Gómez de Avellaneda (2017).

Premios

1997: Finalista del XXIX Premio Ateneo de Sevilla por su novela La Poza.

2002: I Premio Constitución Española de Periodismo, instituido por la Asociación de ex Parlamentarios que engloba a todos los partidos políticos.

Poética

No sé si fue el hastío. O quizás sí. Tal vez cansado del oropel de la popularidad que da la televisión, de la asfixia que produce la gran ciudad, la ciudad me mata, eso, pese a llevar a Madrid en el alma, el sentimiento se hizo creativo al orillarme a un pueblo perdido de Guadalajara donde junto a mi spaniel «Canela», que daría lugar a un libro gratamente reconocido junto, qué honor, a «Viaje a la Alcarria», de mi admirado y amigo Cela por toda la eternidad, como así reconocen algunos críticos literarios de aquellaa provincia, injustamente olvidada, para adentrarme en la fragancia del tomillo y el cantueso, la mejorana y la jara pegajosa y olorosa, a la estela del sabio y genuinamente humilde, por lo tanto doblemente sabio, Miguel Delibes, al que conocí en 1973 fuera de la madriguera, en una entrevista extensa, de horas, en tiempos en que se entrecortaba la palabra, y Ángeles de escopeta, ten cuidado con lo que dices, luego ya sabes…, con el que me carteé y después -al correr el tiempo- conocí al Delibes del Coto de Doña cuando presenté y dirigí mi último programa de TVE, «En verde», quien me decía que el lince no es tan lince porque se deja atropellar casi sin querer.
En mi retiro rural aprendí el odio de los pueblos, cainita, lo que se entiende por la España profunda, que me dio gran creación literaria («Canela», «La poza», «La Cruz de la santera» y «Las aliagas») pero tuve que salir por pies porque, tras ser acogido como un Jesús en el borriquillo, en sus anaqueles no cabía una línea de un verso ni una frase descriptiva de lo vacías que estaban las estanterías, y sí la corrosiva envidia de nuestros pecados hispanos. Esa que mata por una linde. (A este respecto, Cela me mandó un tarjetón manuscrito y solidario, hoy enmarcado en madera de boj, que decía: «Querido Santiago: si los cabrones volaran cambiaría el clima. Tú sabes que tienes entre tus mejores amigos. Camilo José»).
Y me vine a la sierra madrileña, junto a la mítica montaña de la Maliciosa, frente por frente de mi casa, donde en el jardín está enterrada mi tan vivida perra «Canela», con este epitafio: «Aquí yace el aliento de Canela». De ella aprendí la comprensión hacia lo ajeno, el desinterés por un mundo interesado, y, desde luego, el mayor querer de los quereres. «Niebla», mi golden divino, hoy, se ovilla a mi lado mientras devano ideas y las junto en líneas del ordenador. Luego nos vamos a las faldas agrestes de la montaña, lo que administrativamente es el Parque de la Cuenca Alta del Manzanares, por donde pastan las vacas y los zorros dejan la estela de su cola en su fugaz caminar y los rabilargos compiten en graznidos con los grajos mientras, en lo alto, buitres y águilas planean sobre las crestas pedregosas.

 

Texto

MANOS DE LIBERTAD

Santiago López Castillo (Director de Parlamento de TVE)
I Premio Constitución Española (2001)

Los tremendistas, los sensacionalistas, vienen a ser la misma cosa, y hasta los destripaterrones suelen elevar a categoría lo que es una simple anécdota. Así, estos días se viene hablando de convolutos, cromos intercambiables, de primas a terceros, de puntos azules del cielo -antes se conseguían mediante el avecrem-, porque la pillería, a la que tan dados somos los hispanos, mejor dicho los coetáneos y sucesores del Lazarillo de Tormes, mismamente españoles, está a la orden del día de la gaceta callejera, mas no puede identificarse con la andadura rigurosa del Parlamento, tampoco del Estado. El estado, o sea España (la progresía zascandil suele evitar el nombre de nuestra nación por considerar que es sinónimo de facha y sustituirlo por la entidad u organización jurídica, que, para los que no lo sepan, fue acuñada por Franco en Burgos); el Estado, iba usted a decir, sigue su curso en plena libertad, mal que les pese a algunos, que de todo hay en la viña del Señor.
Vamos para los 23 años de la Constitución, que no es para echar las campanas al vuelo ni para hacer redondeos ni para decir que ya es la niña bonita ni que está en edad de merecer. Nuestra Carta Magna sigue estando donde está. Presidiendo la libertad. Por encima de todo. Casi un cuarto de siglo en paz y en prosperidad si no fuera por esa lacra que es el terrorismo armado de artes perversas, a base de sangre y fuego. A este respecto, le vienen a usted a la memoria -testigo suertudo y honrado y agradecido por la reciente Historia que le tocó vivir- las palabras de José Federico de Carvajal, aquel gran socialista y a la sazón presidente de la Comisión Constitucional del Senado, año 78, cuando le dijo a Bandrés al aprobarse la Ley de Leyes: «No diga usted que se va con las manos vacías. Usted llegó con la dictadura y se va con las manos llenas de libertad». En efecto. Fueron quinientas horas de debates. A calzón quitado. Medio millar de horas de un tiempo venido en ilusiones. Con los articulados contados sesudamente, casi a asalto meditado y lento como las piezas de ajedrez. Un tiempo plagado de anécdotas y de sustos. Con la policía encaramada a la azotea del viejo Palacio de la Marina Española, cubriendo la Constitución con mimo en sus últimos trámites. Fue calificada, como la calificó el liberal Jiménez Blanco -portavoz de UCD en aquellos años, luego lo sería del Congreso y presidiría el Consejo de Estado- de Constitución de todos los españoles. Y se honraba, al igual que dijeran de Napoleón, de haber estado allí; de la misma manera que allí estuvieron los representantes de todas las ideologías, tanto en la Cámara Baja como en la Alta. Desde el Partido Comunista hasta lo residual del franquismo, pasando por un personaje tan pintoresco como Luis María Xirinacs, abogado de pleitos pobres y para desvalidos y desnutridos, alma literal de oenegé. Sin olvidar, por supuesto, aquella pléyade compuesta por senadores de designación real, que dieron pátina y reciedumbre al debate constitucional y, muy especialmente, por lo enriquecedor del lenguaje, C. J. Cela, quien se fue cariacontecido por no conseguir que quedara en el articulado que «la capital de España es Madrid», y, en su lugar, la «capital del Estado» que, en su sano juicio, como apuntaba el escritor, debería -la capitalidad- ser fijada por ley ante cualquier imprevisto y contingencia (epidemia, guerra…, vaya usted a saber). Pero no fue óbice ni cortapisa para que el académico se fuera diciendo con orgullo: «Me voy para despojarme de chupatintas con olor a enmiendas…» (Veintidós años después le entrevistaba usted para TVE en las estancias del Palacio del Senado y su voz, la del Cela amatorio y agradecido, resonaba en truenos de alborozo por sus enmiendas introducidas y por la convivencia y pluralidad de cuantos hicieron posible aquel texto, y que fueron todos los españoles). Como así se puso de manifiesto mediante el refrendo popular. Echaba a andar, pues, el Estado democrático de Derecho en la forma de una Monarquía parlamentaria, cuyo gran hacedor era y es el Rey Don Juan Carlos de Borbón.
Pero volviendo al origen de estas líneas expuestas con más ardor que cabeza. La libertad lograda desde el 78 en España no puede quedar empañada, ni en lo más mínimo, por la anécdota. Por esa semilla de convolutos, de vuelos de halcón o paloma, ni incluso por las palomas mensajeras, en viajes «por puntos» o «de gratis total», tampoco por improperios, que tan al uso están en cualquier parlamento europeo de los que nos fijamos tanto. La libertad es fruto de la comprensión de todos los pensares, de todas las creencias, inviolables por razón de nacimiento, raza, sexo, ideología, religión, o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Ahí se recoge -pese a las discrepancias- la interpretación vasca. Que tuvo su tensión y su zarandeo en la Comisión Constitucional del Senado, si lo sabrá el bueno de Pedrol Ríus q. e. p. d, artífice de los colegios profesionales actuales. Y lo recordarán, donde estén, Cecilio Valverde, aquel gran jurista que llegaría a la presidencia de la Alta Cámara; o Sánchez Agesta; Carlos Ollero; Luis Olarra; Mauricio Serrahima…
Luego, tras fijar, dar brillo y esplendor al articulado, mediante la Comisión Mixta Congreso-Senado, redactores constitucionales y redactores de periódicos, radios y televisiones nos dimos un garbeo hasta Nueva York. Fue un viaje -ahora que están al trasluz los pasajes- de «gratis total», sí, que debió correr a cargo de las Cortes Generales, o más concretamente del Senado, porque un día es un día -aunque fueron más-y porque la Constitución no se redacta todas horas pero se celebra de año en año. A aquel viaje vino mi admirado Paco Umbral, que no había visto un debate ni por el forro; pero vestía un rato largo, sobre todo con su bufanda roja hasta los pies y su inalterable hábito mañanero de salir a comprar el pan. Fuimos, alborozados, a dar cuenta de la buena nueva a la Casa de España, que desprendía fragancias de jazmín. Jiménez Blanco, embriagado por tan singular perfume, se puso tonto y su bóveda gutural se llenó de Lorca. Nos hicimos fotos, recuerdo, en el Bronx, ante el mismísimo Madison Square Garden, que sonaba a mamporros entre Mando Ramos y Pedro Carrasco, y, cómo no, junto a la Torres Gemelas recién estrenadas. Nadie podía pensar que, veintitantos años después, se desplomaría el World Trade Center y sería «tocado» el Pentágono por un soplo insuflado a sangre y fuego. Pero la libertad tiene estas cosas, aunque sean terribles…

(extracto de Diario La Razón, 30. X. 2001).

 

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