LINDO, Elvira

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LINDO, Elvira

Biografía

Nace en 1962, en Cádiz. Con doce años se traslada a Madrid, donde comenzará a estudiar Periodismo. Abandona esta carrera para trabajar en la radio y la televisión como locutora, actriz y guionista.

Su primera novela, basada en uno de sus personajes radiofónicos, Manolito Gafotas, un niño del madrileño barrio de Carabanchel (alto), adquiere un éxito inesperado.

Ha escrito novela, teatro y es guionista de cine: La primera noche de mi vida, junto a M. Albaladejo, Manolito Gafotas, Ataque Verbal, de nuevo junto al director alicantino, Plenilunio, adaptación de la novela de A. Muñoz Molina…

Colabora regularmente en El País así como en diversas revistas y diarios con todo tipo de artículos, columnas de opinión, entrevistas… Aunque puede que lo que más se conozca de su faceta periodística, entre otras cosas por haberse publicado en forma de libro, sea su columna veraniega Tinto de Verano, perfecta muestra de su humor e ironía.

Obra

NARRATIVA
Manolito Gafotas (1994).
¡Cómo molo!: (otra de Manolito Gafotas) (1995).
Pobre Manolito (1996).
Los trapos sucios de Manolito Gafotas (1997).
El otro barrio (1998).
Manolito on the road (1998).
Yo y el imbécil (1999).
Manolito tiene un secreto (2002).
Algo más inesperado que la muerte (2002).
Una palabra tuya (2005).
Lo que me queda por vivir (2010).
Lugares que no quiero compartir con nadie (2011).
Mejor Manolo (2012).
Noches sin dormir (2015).
30 maneras de quitarse el sombrero (2018).
A corazón abierto (2020).

CUENTO
Olivia y la carta a los Reyes Magos (1996).
La abuela de Olivia se ha perdido (1997).
Olivia no quiere bañarse (1997).
Olivia no quiere ir al colegio (1997).
Olivia no sabe perder (1997).
Olivia y el fantasma (1997).
Olivia tiene cosas que hacer (1997).
Charanga y pandereta (1999).
Bolinga (2000).
Amigos del alma (2000).
Recuerdos sobre ruedas (2005).

TEATRO
La ley de la selva (1996).
La sorpresa del roscón (2004).
El niño y la bestia (2019).

GUION
Manolito Gafotas (1998).
La primera noche de mi vida (1998).
Ataque verbal (2000).
Plenilunio (2000).
El cielo abierto (2000).
Una palabra tuya (2008).
Lo que me queda por vivir (2010).
La vida inesperada (2014).

ENSAYO
“Ser compañera”, en: Freixas, Laura (ed.) Ser mujer (2000).
Don de gentes (2011).

ARTÍCULOS
Tinto de verano (2001).
Tinto de verano 2 : el mundo es un pañuelo ; de Madrid a Nueva York (2002).
Otro verano contigo: Tinto de verano 3 (2003).
El príncipe encantado (2005).

AUDIO
Manolito Gafotas (1995).
Pobre Manolito (1996).
Manolito Gafotas en la radio (1997).

Premios

1998: Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos: Mejor guion original por la película La primera noche de mi vida.
1998: Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Los trapos sucios de Manolito Gafotas
2005: XIX Premio Biblioteca Breve por Una palabra tuya
2019: Premio BBK Ja! Bilbao.

Poética

Confieso que para mí escribir es difícil, y no sólo porque siempre es complicado contar con precisión lo que uno desea, sino porque escribir, tal y como yo lo entiendo, es arriesgarse, arriesgarse a confesar algo de lo que uno no está muy satisfecho, algo vergonzosos, las ligeras contradicciones que a diario te enfrentan con el mundo, las grandes, y, en alguna ocasión, puede que uno se permita también el lujo de compartir esos fogonazos de felicidad que a veces regala la vida. Escribir es contar una verdad, aunque esté encubierta de muchas mentiras. Es despojarse de todos los ornamentos con los que nos servimos en el trato con los demás para quedar bien, para ser sociables. se ha dicho mucho eso de “yo escribo para que me quieran”. No siempre es así, porque cuando se llaga al momento tan inusitado de escribir sin miedo puede ocurrir que haya gente que cuando te lea deje de quererte, que atisbe cosas en ti que no sospechaba y que no le gustan, puede darse el caso de que unos te quieran mucho y otros sencillamente te detesten. Son muchas las ocasiones en las que un escritor ha quedado socialmente escaldado por contar aquello que le apetecía, o aún más que escaldado, que le han retirado literalmente el saludo, como le sucedió a Truman Capote cuando publicó los secretos inconfesables de una clase social que le había mimado en su último libro Plegarias atendidas. Pudo haberlo evitado y morirse en la gloria, pero por alguna razón íntima y poderosa, no lo hizo.

[···] Pienso que no se debe contar la dificultad del proceso creativo porque casi nunca añade ni mejora en nada lo que ya está hecho, pero quiero permitirme el lujo de aclarar que aunque estos cuentecitos son muy sencillos, [···] la sencillez no significa que yo los escribiera con facilidad, no, al contrario, puedo decir que me pasé el mes de agosto mirando la vida, mi vida, con los ojos de quien anda buscando en cada detalle cotidiano una lectura irónica. Vivía el día siendo muy consciente de que cada pequeña anécdota me podría servir de argumento y eso me hacía tener el cerebro en permanente ebullición creativa. Me gusta recalcar esto porque a las personas que escribimos humor con frecuencia se nos tacha de “ocurrentes”, y la ocurrencia, para que sea buena, hay que trabajársela mucho, hay que pensársela, y cuando consigues una idea humorística que sea sólida, deja de ser un chispazo momentáneo de ingenio para convertirse en una ironía. Y ya sabemos que las ocurrencias envejecen enseguida; sin embargo, los relatos irónicos pueden traspasar la frontera del tiempo.

[···] Ojalá en un futuro, cuando tal vez haya aprendido a escribir un poco mejor, no pierda la frescura ni la sinvergonzonería de este agosto de tintos de verano. Ojalá que pueda seguir escribiendo así, sin que me hagan mella los elogios ni las críticas. Escribir como si uno estuviera en una casa de campo un mes de agosto, en un pueblo aburrido con su calle principal larga y desierta en las tardes de calor asfixiante, a veces el viento levanta unas bolas de hierbajos y parece una de esas películas del Oeste falso de Sergio Leone. Escribir con una tranquilidad que gusta y que inquieta, con unos adolescentes que a menudo no te dejan trabajar, con las visitas de un padre de vitalidad paranormal, las conversaciones con la vecina a través de la verja del jardín sobre la temperatura de la piscina o sobre los hijos y los hombres y las paellas, el tinto de verano en el bar del pueblo, las siestas, mi marido escribiendo lo suyo, yo lo mío, y la emoción de sentirse querido. Todo está dentro de este libro que ya contiene la nostalgia futura que sentiré cuando recuerde el tiempo en que fue escrito.

(De Tinto de verano, Madrid, Aguilar, 2001, p.p. 11-25.)

 

Texto

A Ramón Fortuna le tiene dicho su abogado que no hable del asunto con nadie que no sea él o la psicóloga o el asistente social que a diario da un golpecito en la puerta, asoma la cabeza, y pregunta, qué tal, Ramón, cómo lo llevas. Pero a Ramón Fortuna le sobran ya esos consejos, ha aprendido a medir sus palabras, a años luz está de aquel Ramón Fortuna al que Marcelo Román, su abogado, dijo: “Chico, tú eres imbécil”. Eso en su momento le violentó, la verdad, pero ahora, viéndolo todo tan claro, sintiendo como si alguien hubiera encendido por fin la luz en su mente, Ramón Fortuna piensa, es verdad, era un imbécil, ahora soy un tío con misterio, con una historia a mis espaldas y un pasado que ocultar, eso no lo puede decir cualquiera.

(De El otro barrio, Madrid, Ollero & Ramos, 1998, p.13.)

El señor de las moscas

En este mundo desarrollado en que vivimos hay muchas formas de enfrentarse a esos insectos tan molestos que entran en las casas en verano. Vas a la droguería y pides una de esas cosas que se enchufan o un buen fluflú. Luego uno pasa el cepillo, recoge los cadáveres y sanseacabó. Pero si una persona (yo, por ejemplo) está casada con un hombre de procedencia rural (no quiero señalar) el asunto se complica, porque en la genética de las criaturas del campo va incluida una predisposición al matamoscas (no sé si Arzallus tiene algo escrito al respecto). Incluso, y no quiero exagerar, me atrevería a decir que el dedo corazón y el índice los tienen preparados para empuñar un matamoscas o en su defecto un periódico atrasado, si el niño rural acaba forjándose una buena posición en la vida. ¿Por qué? Porque la gente de campo es desconfiada y eso de acabar con los bichos con un veneno les parece una mariconada. Los quieren bien muertos.
Mi santo, por hablar de alguien cercano, pasa revista todas las noches antes de acostarse. Se pone supertécnico. Mira detrás de la cortina, por los riconcillos. Yo le digo:
-Eso, mátalos ahora, antes de que me acueste, que luego no quiero números.
Me quedo en el salón y le oigo pelearse con el periódico contra las paredes. Bueno, pienso, no bebe, no se droga, paga a Hacienda, habrá que pasarle por alto estas cosillas de carácter genético que tiene. Luego le oigo gritar:
-¡Cariño, ven, que ya he acabado con todos!
Y entonces paso yo al cuarto, como una reina, aunque sé (lo sé, lo sé) que en ese momento preciso en que uno empieza a dormirse el individuo que reposa a tu lado pegará un brinco y encenderá la luz:
-Perdona, pero es que hay uno que ha debido colarse y como no lo mate el cabrón no me va a dejar pegar ojo.
Ese ser (humano) que se sube a la cama con el periódico en la mano, que casi me pisotea, es el mismo con el que yo tengo firmado un contrato de amor, me digo para no perder la paciencia.
-Por favor -advierto-, no me lo vayas a matar por encima de la cabeza, que sabes que me da mucho asco.
-Lo mato donde lo pille, cariño, eso es algo que no se puede prever.
Eso sí, el tío tiene puntería, y, más tarde o más temprano, acaba con él, apaga la luz y después de decir: «si a ti te acribillaran los mosquitos como hacen conmigo no pondrías esa cara”, se queda frito al instante, y yo, un poco desvelada por el rencor, me pregunto su algún día podré convencerle de que hay métodos más sofisticados y menos violentos.
En algo tiene razón: a mí los mosquitos no me tocan. Ése es un asunto que siempre acaba saliendo en las cenas veraniegas de matrimonios. Uno dice: “A mí me fríen los mosquitos, y a ésta ni la huelen”. Cuando un hombre dice “ésta” está hablando de su mujer, y aunque parezca que le está faltando al respeto, no es así de ninguna manera, ése es el tipo de matrimonios que duran toda la vida. No sé por qué pero así es. En casi todas las parejas hay uno al que le pican los mosquitos y otro que se salva. Y les gusta comentarlo en público. Esto no pasa sólo con las parejas heterosexuales, si uno se va a Chueca u otros barrios gay de las distintas comunidades del Estado español, podrá escuchar a alguna pareja gay o lesbiana hacer público ese secreto. Y eso es bonito porque normaliza la vida de las distintas opciones sexuales de la sociedad.
También hay parejas a las que les gusta compartir con los demás asuntos de movilidad intestinal, pero vamos, yo tengo un nivel y para mí, ves, esos temas ya no tienen tanta gracia. Francamente.

(De Tinto de verano, Madrid, Aguilar, 2001, p.p. 59-62)

No me gusta ni mi cara ni mi nombre. Bueno, las dos cosas han acabado siendo la misma. Es como si me encontrará infeliz dentro de este nombre pero sospechara que la vida me arrojó a él, me hizo a él y ya no hay otro que pueda definirme como soy. Y ya no hay escapatoria. Digo Rosario y estoy viendo la imagen que cada noche se refleja en el espejo, la nariz grande, los ojos también grandes pero tristes, la boca bien dibujada pero demasiado fina. Digo Rosario y ahí está toda mi historia contenida, porque la cara no me ha cambiado desde que era pequeña, desde que era una niña con nombre de adulta y con un gesto grave. Digo Rosario y parece que estoy oyendo a mi madre, cuando aún pronunciaba mi nombre por este pasillo, cuando aún recordaba mi nombre y venía traerme la comida en la bandeja con ese vaivén con el que andaba penosamente, siempre torcida hacia la izquierda, siempre con un aire de desilusión que se disipaba cuando hablaba con mi hermana por teléfono. Digo Rosario y me viene el recuerdo intacto de su desilusión y de la ausencia de mi hermana, que se esfumó antes de que mi madre empezará a esconderse en el armario y sólo volvió para verla morir. Mi hermana dijo, mírala, me reconoce. Pero era mentira, una mentira de mierda. No me reconocía ni a mí que la cambiaba el pañal todos los días y la ataba a la silla para que no se lo hiciera en el pasillo y pintara con sus excrementos las paredes. Yo la avisaba, mamá, te ato, te voy a atar, y a veces parecía hasta que me extendía los brazos para facilitarme el trabajo, como un niño que sabe que un impulso irrefrenable lo llevará a portarse mal.

(De Una palabra tuya, Barcelona, Seix Barral, 2005, pp.11-12)

 

 

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