LAMELAS OLARAN, Angelina

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LAMELAS OLARAN, Angelina

Biografía

Angelina Lamelas nace en Santander el 23 de Octubre de 1935. Descubre pronto su facilidad para fabular y vive una infancia feliz, rodeada de sus nueve hermanos y frente a la bahía, buen punto de partida para cualquier sueño. Cursa estudios de Magisterio y en 1957 viaja a Madrid, donde estudiará la carrera de Periodismo.

En 1962 comienza a publicar artículos literarios en el diario Ya y en la Agencia Logos. En 1965 se casa con Francisco Fúster, compañero de promoción, y tiene dos hijos, Fernando y José Antonio. En 1971 gana la Hucha de Oro de Cuentos (ex-aequo con el escritor Medardo Fraile) y publica su primer libro de relatos en la editorial La isla de los ratones. Luego le seguirán otros libros de cuentos, poemarios y cuentos infantiles. Durante veinticuatro años compagina la enseñanza con la literatura. Como narradora ha conseguido premios prestigiosos: el Clarín de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, el de la UNED de Narraciones Breves, el Alfonso Martínez-Mena…

Recientemente ha publicado un libro de relatos, A dos manos, con su hijo, el periodista José Antonio Fúster. También ha participado en la antología de cuentos, Una hoja de otoño en el parabrisas, en la que quince escritores han escrito un cuento con el mismo título. Y ha traducido libros de cuentos ingleses y franceses.

Obra

NARRATIVA

Jonás, el mar y 23 cuentos más (1971).
El cachorro y otros cuentos
(1971).
Un sombrero en el zaguán y otros relatos
(1991).
A dos manos
(2002).
Cuentos de la vida casi entera
(2009).
Carne de cuento (2018).
Mujer en vela (2019).

POESÍA

Recital de lluvia (1992).
El cuarto de jugar (1997).
El arco del violín (2000).

NARRATIVA INFANTIL

Dika mete la pata (1997).
Un secreto en altamar (1998).
Un osito en la basura (2002).
Dika en Nueva York (2004).
Tato, el fantasma que perdió su sábana (2008).
Aquel niño austriaco (2018).

OTROS

Lo que vivimos (2013).
Personajes de mi vida (2022).

Premios

1971: Premio Hucha de Oro de cuentos por «Jonás».
1990: Premio Clarín de cuentos por «Un sombrero en el zaguán».
1994: Premio UNED de Narración Breve por «El Paraíso deshabitado».
2002: Premio Alfonso Martínez-Mena de cuentos por «Calle Maipú».

 

Poética

Si pienso en algo tan importante como es la convicción a la hora de escribir y de ser leída, y me voy al terreno de mi propia experiencia como narradora, creo que a mí me ha ayudado «verme vivir». Desde niña me metí en un terreno desde el que luego podía recordar muy bien lo que ocurría alrededor. Adquirí una memoria afectiva de hechos, situaciones y sensaciones. Eso me dio fama entre la familia de coleccionista de recuerdos: «¿Cómo es posible que te acuerdes …??, me decían . Así he escrito, y sigo haciéndolo, sobre el mundo que conozco mejor. Por mis relatos deambulo yo, mi familia, mis amigos o conocidos, mi ciudad y las ciudades que he visitado; unas veces a las claras y otras veladamente. También se me puede encontrar en historias que no tienen que ver conmigo. A veces me asalta una idea que puede ser buena. A lo mejor se queda reposando en la antesala de la creación. Si me acompaña y me persigue mientras hago cualquier cosa, si se asoma cuando camino o se me insinúa por la noche, puedo estar ante algo que merece la pena. Entonces me cuento lo que voy a escribir y, antes de empezar a hacerlo; tomo alguna nota, y me pregunto si ese será el mejor punto de vista, o si lo escribo en primera persona o en tercera…. Creo que mi prosa parece fresca, pero la sensación de espontaneidad se consigue a menudo con elaboración.
Cuando escribo poesía me encuentro a gusto en el verso libre. Buscó la musicalidad y el ritmo interior del poema, y, por encima de todo, la palabra que se ajusta al vuelo de mi idea. Atraparla es un ejercicio de cazamariposas, que puede dejarme con agujetas metafísicas.

 

Texto

LUTO EN LA CAMA

Yo sabía que íbamos a ir de visita porque si era invierno a las dos mayores nos ponían capota de pana a juego con el abrigo marrón, -que tío Antonio, mi padrino, nos llamaba «Las butaquitas»- y si era verano los collares de ámbar sobre los vestidos blancos de piqué con lazada de raso. Y los zapatos con botón a un lado, el colmo de la distinción. También nos echaban sobre la cabeza un chorrito extra de colonia «Añeja» o «Galatea», y nuestra madre nos pellizcaba las mejillas en cuanto poníamos el pie en la calle, mientras comentaba nuestro mal color -si no era verano, claro-, porque no nos dábamos colorete como ella, sobre su piel tan blanca: un rubor «Myrurgia».

Las visitas podían ser una lata, que eso de la lata se decía mucho entonces, con señoras de meñique levantado al beber el té en porcelana inglesa, que comían las pastas con la boca muy cerrada e indiferencia, y, lo peor, siempre nos decían eso de hay que ver lo que han crecido estas niñas, cuando nunca crecimos demasiado, y sacaban lo de los parecidos a relucir: que mira que la pequeña se parece a ti, aunque tiene la boca de su padre, y la mayor es un calco de su abuela paterna. Yo movía la boca para que se dieran cuenta de que no era de mi padre, pero ellas sólo pensaban que hacía muecas, y me llamaban «gestera». Al cabo de un rato solían mandarnos atrás, con el servicio, justo en el momento de las conversaciones no toleradas para menores, cuando parecía que hablaban en francés.

Había visitas… y visitas.

«Me parece que vamos a ver a «la gorda», le decía a mi hermana, porque algo había oído; o era ella la que me lo anunciaba sin que nos oyera nuestra madre, porque «la gorda» se llamaba Mercedes y era mucho más bonito y caritativo llamarla así. Mercedes – Merceditas no, que el diminutivo me parecía un desatino- era una mujer de Botero, incluso antes de Botero. Para que nos entendamos, de un Botero anunciado. Nos recibía en su dormitorio, bien centrada en la cama Luis XV de matrimonio, con dosel y sábanas de hilo y encaje de bolillos en el embozo. También campanita de plata en la mesilla de noche, a la izquierda según se entraba. Para besarla era preciso hincar las rodillas en el colchón, sobre la colcha beige de raso, mientras nos apoyábamos con una mano en la almohada de plumas y con la otra en su brazo inabarcable. Luego había que adelantar la cabeza para llegar con los labios a su cara abutifarrada, estallante, de piel muy suave y perfumada con Chanel nº 5. «Bella Aurora cada día», pensaba yo, porque yo era muy de pensar en cualquier cosa mientras daba un beso tan esforzado.

Sus importantes camisones tenían tiras bordadas y hasta lazos, y, cuando se inclinaba para ayudar a la recepción del beso, se le movía un poco la papada y se le cerraba el canalillo del pecho, hasta convertirse en un pasadizo muy estrecho donde se juntaban la derecha y la izquierda.

«Monotética», había dicho José Manuel, el del tercero izquierda, que también pasaba con su madre a ver a Mercedes. Y aquel comentario nos había parecido un atrevimiento, pero es que él tenía tres años más que yo, y, como decía Socorro, la doncella de Mercedes, era muy lumio. Luego nos informó de una tacada de que las mujeres podían ser monotéticas, bitéticas y de «dominus vobiscum»; que no lo hubiera pescado jamás esto último, pero al decir «dominus vobiscum» separó las manos como los curas al decirlo en misa, y entonces lo entendí.

(De A dos manos, Ed. Huerga y Fierro, 2003, pp. 29-33.)

 

 

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