JORDÁ, Eduardo

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JORDÁ, Eduardo

Biografía

 

Eduardo Jordá nació en Palma de Mallorca en 1956, donde pasó su infancia en una casa que daba al mar y a la que considera su única patria. Se licenció en Filología Hispánica por la Universidad de Palma de Mallorca en 1978, pero casi todo lo que aprendió -si es que aprendió algo- se debió a la influencia de sus amigos Allan Baker y Cristóbal Serra.

Ha vivido en muchos sitios: un hospital del interior de Burundi, una isla de la costa de Malasia, una granja en la costa oeste de Irlanda. En 1989 se trasladó a vivir a Sevilla. Narrador y poeta, Jordá tiene que cargar con la etiqueta de ser un escritor de viajes, aunque a él le gusta recordar la frase de Vladimir Nabokov, quien aseguraba que los escritores no llevan una etiqueta clasificatoria colgada del abrigo. Jordá, en todo caso, se siente a gusto en un género fronterizo que incorpore autobiografía, ficción, ensayo y crónica.

Para él, la memoria no es más que una variante de la imaginación. Incluso en sus poemas, nunca está muy clara la frontera entre la realidad y la ficción, suponiendo que esa frontera tenga sentido en la literatura. Como articulista, es colaborador habitual del ABC Cultural, además de los periódicos andaluces del grupo Joly, del Diario de Sevilla y del Diario de Mallorca.

Obra

 

 

NARRATIVA

La fiebre de Siam (1988).
Orco (2000). Relatos.
Playa de los Alemanes (2006). Relatos.
Pregúntale a la noche (2007).
Esperando la tormenta (2007).
La fiebre de Siam (2009).
Yo vi a Nick Drake (2014).
Lo que tiene alas: de Gógol a Raymond Carver (2014).
Pájaros que se quedan (2019).
Fuera, en la oscuridad (2020).

POESÍA

La estación de las lluvias (2001).
Ciudades de paso (2001).
Tres fresnos (2003).
Mono aullador (2005).
Mais ça arrive (2006). Antología traducida al francés.
Instante (2007).
Pero sucede. Antología (2010).
Tulipanes rojos (2012).

OTROS

Van Morrison (1990).
Hank Williams (1992).
Tánger (1993). Libro de viajes.
Terra incognita (1997). Diario.
Canciones gitanas (2000). Diario.
La ciudad perdida (2001). Col. Artículos.
Norte Grande (2002). Libro de viajes.
Lugares que no cambian (2004). Crónicas y relatos de viajes.
Glorieta de los lotos (2004). Recopilación de artículos periodísticos.
Anna Ajmátova (2021). Biografía.

Premios

 

2000: IV Premio de Poesía Renacimiento por La estación de las lluvias.
2005: III Premio Ateneo de Sevilla de Poesía por Mono aullador.
2007: Premio Café Bretón por Esperando la tormenta.
2012: IX Premio Alarcos por Tulipanes rojos.
2014: Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos.
2019: XV Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes por Pájaros que se quedan.

Poética

 

 

– «¿Qué le exiges a un poema para que te guste?
-Que contenga los tres elementos de esa ecuación que para mí constituye el pensamiento poético: emoción, inteligencia y música, por este orden. Y que esa ecuación me haga ver el mundo con contornos nunca vistos, con luces nuevas, con sombras desconocidas, con formas impensadas». (Entrevista publicada en Nadie parecía, nº 12-13, invierno 2003).

 

PERO SUCEDE

No sabemos por qué, pero sucede.
Una niña perdida vuelve a casa.
Llueve y llueve en mitad de un gran desierto.
El cielo se abre en dos, y nos acoge.
Los muertos nos susurran al oído.
Un testigo prefiere la verdad
al dinero o la calma. Un ambicioso
rechaza la injusticia provechosa.
En una celda inmunda, un pobre diablo
se niega a delatar a un compañero.
Una mujer y un hombre -o bien dos hombres,
o dos mujeres -se aman hasta el fin.
Y una familia entera, en la cámara
de gas, se abraza y da gracias a Dios.

(De Ciudades de paso, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2001).

 

 

 

Texto

 

 

NORTE GRANDE. VIAJE POR EL DESIERTO DE ATACAMA (2002)

 

Una noche pasé frente a una iglesia muy pequeña, la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Era una casa diminuta, de aspecto desvalido, cerrada a cal y canto. En la fachada colgaba un cartel que decía: «Una voz en el desierto». Más abajo, en la misma calle Toconao, estaba la Iglesia Evangélica Pentecostal. Era un edificio modesto, de ladrillo, con dos ventanas que pretendían ser ojivales y una puerta con forma de arco. Un biombo impedía el paso a las miradas gentiles. Acababa de empezar el servicio religioso. Había un hombre alto en la puerta, vestido con un severo traje gris y corbata, que parecía vigilar la entrada. Me miró con desconfianza mientras yo intentaba atisbar lo que ocurría dentro. Estaba claro que no quería curiosos ni fisgones. Me senté en un poyete, a unos diez metros de allí, a la entrada de la Hostería San Pedro, para escuchar a los fieles que iban entrando en la iglesia, pequeña y bien iluminada. Llegaron una mujer y un niño, ella vestida con un bonito vestido estampado, él muy repeinado, con el pelo lustroso y echado hacia atrás, y luego un hombre rezagado que apuraba el paso desde el extremo de la calle. Dentro de la iglesia empezaron a cantar un himno muy hermoso: «Grandes cosas hizo el Señor por mí». Un perro vino a tenderse a mi lado. Ya era noche cerrada y empezaba a hacer frío, pero los dos escuchamos el himno, felices, tranquilos, mientras el predicador chillaba por el micrófono: «¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Glooooooria!» La voz me llegaba lúgubre, ululante. Cuando cesaron los cánticos empezó el sermón. El vigilante trajeado seguía montando guardia en el zaguán. Con las manos juntas sobre los muslos, caminaba de un lado a otro a grandes pasos, arriba y abajo, arriba y abajo, frente al biombo que ocultaba el interior de la iglesia de las miradas indiscretas. Se oía el rumor alegre del agua que corría en un canal. Tres niños salieron de la iglesia y se sentaron en los peldaños de la entrada. El predicador dijo: «Voy a Paraguay, a Ecuador, a México, a Perú, y en todas partes oigo la misma alabanza: ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Glooooooria!» Los fieles le secundaron, ¡glooooria!, y luego volvieron a entonar sus cánticos.
Fui caminando calle abajo, adentrándome en las calles oscuras. El perro se quedó tumbado junto al poyete. Oí el relincho de un caballo, una ventana que se cerraba. Al dejar atrás las farolas encendidas, las estrellas recobraron la intensidad. Vi la constelación del Pez Austral, y más arriba la incandescente Erídano, y la alargada Grulla, y la lejana Capricornio. Busqué la Cruz del Sur sin conseguir encontrarla. Estuve un rato con el cuello estirado, moviendo la cabeza de un lado a otro y aguzando la vista.
-¿Qué busca, señor?
Era un niño de unos siete años. Me alumbraba con una linterna. Me pareció ver que llevaba una bolsa de plástico con un manojo de hierbas.
-La Cruz del Sur. ¿Puedes verla?
El niño apagó la linterna. La calle estaba a oscuras, nadie pasaba por allí. Le oí respirar tranquilo, con regularidad. Viniera de donde viniera, había caminado sin prisas junto a las acequias.
-¿Y no vio el saco de carbón?
-¿El qué? -pregunté.
-Es una mancha muy oscura que está al lado de la Cruz del Sur.
-No, no lo vi.
Entonces se acercó a mí, me tiró del brazo y me hizo girar.
-Mire p´allá, pues.
La luz de las estrellas era tan intensa que me dolieron los ojos. Volví a oír el relincho del caballo. A lo lejos se oyó el lento pedalear de un ciclista. Una madre, en algún lugar, llamaba a su hijo: «¡Manuel, apúrese, véngase ya p´a la casa!»
-Allá, al ladito de la Mimosa, mire bien -insistió el niño.
Por fin la vi. Era una cruz con la punta boca abajo, llameante, clamorosa, que se destacaba junto a un círculo de oscuridad.
El niño estaba a mi lado, inmóvil, mirando también las estrellas. Parecía conocerlas a todas como si fueran los animales de su corral. Todavía deslumbrado, exhausto de felicidad, le pregunté cómo se llamaba.
-Diego Sandón Terán, para servirle -susurró. Y le oí partir calle arriba, caminando sin prisa hacia su casa con la bolsa de plástico rozándole la pierna.
Me fui a dormir después de haber dado vueltas por las calles silenciosas del pueblo. En la calle Tocopilla me topé con la sombra tambaleante de un hombre que estaba borracho perdido. Estaba apoyado contra una pared, resoplando, apartando a manotazos el chullo que le cubría la cabeza, y maldiciendo al hombre que había sido su compañero de trabajo en una azufrera, hasta que le había robado a su mujer y sus ahorros y se había ido a vivir a otro sitio, cerca de los cerros.
Cuando llegué al hotel, yo también estaba borracho, sólo que de estrellas y de silencio. Oí a un búho parsimonioso que meditaba sobre la irrealidad de las cosas. Se me metió en el cuarto el sonido del viento incansable. Desde algún sitio me llegó el ladrido de un perro y el ruido del agua que corría por las acequias. Y entonces, medio adormilado, cansado, con la boca llena de polvo, al meterme en la cama yo también repetí las frases del sermón que había oído al pasar frente a la Iglesia Evangélica: «¡Grandes cosas hizo el señor por mí! ¡Gloria a Dios! ¡Gloria! ¡Glooooooria!»

(De Norte grande, Barcelona, Península, 2002).

 

 

 

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