Biografía
Yolanda Izard Anaya nació en Béjar, Salamanca, en 1959. Poeta, novelista y crítica literaria. Se licenció en Filología Hispánica y cursó estudios de Bellas Artes en la Universidad de Salamanca, y el Doctorado en la Universidad de Extremadura. Formó parte del Aula de Poesía Díez-Canedo, en cuyo seno ha presentado la obra de poetas como Blanca Andreu. Ha vivido unos años en Ibiza, en Madrid y en Extremadura y actualmente reside en Valladolid, donde colabora con su Universidad en distintos actos culturales ligados a la Asociación Memoria de la Transición, como la edición de una selección de poemas de la Transición. Colabora de manera habitual en el suplemento cultural del diario El Norte de Castilla, “La Sombra del Ciprés” y en la revista «Subverso», de la Cátedra Miguel Delibes.
Obra
POESÍA
Reliquias del duende (1983).
El durmiente y la novia (1997).
Defunciones interiores (2003).
Lumbre y ceniza (2019).
NARRATIVA
La mirada atenta (2003).
Paisajes para evitar la noche (2003).
Zambullidas (2017).
La hora del sosiego (2021).
ENSAYO
Comentario y selección de poemas de la Transición (2009).
Pequeño manual de la creación de cuento (2015).
OTROS
La poesía en la Transición (2009).
Los pazos de Ulloa (2014), adaptación para ELE.
Relatos varios aparecidos en distintas revistas, algunos de ellos editados y premiados.
Premios
2002: Premio Internacional de Novela Carolina Coronado con la novela La mirada atenta.
2003: Premio Cáceres de Novela Corta con Paisajes para evitar la noche.
2019: Premio de poesía Miguel Hernández por Lumbre y ceniza.
2020: Finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León por Lumbre y ceniza.
Poética
Un montón de huesos, y sobre ellos el deseo, la alegría, la compasión, el dolor, la empatía, la fragilidad, el sosiego. Escribimos para no ser sólo ese esqueleto, para añadirle la sustancia del aire, el quejido insumiso de las ramas heridas por el hacha, la labor de la noche insuflándonos sus sueños, la transgresión del mago, pero también para dejar sobre la tierra una huella que no dañe ni perturbe y que ofrezca un nuevo y no usado resplandor. Vamos buscando dentro de nosotros el hombre del futuro a través de la palabra y lo animamos con nuestra voz hasta que se convierte en materia de nuestra propia vida. Porque queremos despertarnos y despertar en otros el alma dormida, el misterio que anida en lo recóndito, el niño que fuimos y que a veces rebosa en nuestras lágrimas crecidas, la certeza de nuestra grandeza oculta. A veces lo conseguimos en ese poema, en el destello de un párrafo cualquiera, otras sólo lo hemos intentado. Pero siempre ha merecido la pena haberse desgarrado el corazón para que salga volando esa sombra que nos hace humanos, o esa luz.
Texto
Durante meses me empeñé en resucitarlo. Desvaído y gris, su torso se había contraído, aminoraba su presencia; pero yo lo retuve con vendas y cintas, le até a mi desgarro, pinté en su semblante alicaído mi propia melancolía. Parecía ya más humano -un humano triste y perplejo, como yo misma-, cuando un nuevo rictus, desconocido, vino una mañana a deshacer la armonía de sus rasgos.
Me quejé como un ángel insatisfecho.
¿Ves? Si no fuera por mí… desagradecido…
Le senté en la mesa del comedor, sujetándolo bien a la butaca con la ayuda de dos cinturones. Y aquel rictus seguía allí: un desprecio, se diría, una coartada de la consunción.
No te lo permitiré, le dije con dureza.
Nunca le había hablado así, pero había que interponerse entre la malicia del destino y la mediocridad del indolente.
Me senté en la otra cabecera de la mesa, dos metros más allá. Los cubiertos y la vajilla y la gran fuente de plata en medio. Le sonreí. Pero él no sólo seguía imperturbable, sino que además, escudado en los párpados caídos, en el sortilegio de su boca violácea que adulteraba su finura, en la piel colgante y lívida de sus mejillas y, para colmo, en el recién aparecido rictus de pretencioso y contumaz desaire, parecía desdeñar toda mi obra.
Se me iba. Con la destreza de quien quita las trabas a la muerte.
Hacía tanto frío en la nave. Ni los muebles decimonónicos que con cuidado había allí instalado ni las pesadas cortinas de terciopelo que colgué delante de infectos ventanucos, ni la templanza con que traté de disimular el vacío y la frialdad del lugar, pintando sobre las paredes los murales que representarían una vida conyugal cálida y armoniosa, habían conseguido fundar el hogar que yo habría deseado para nuestra eternidad.
Después de la comida, me lo llevé a reposar al balancín, frente al mar. El olor de la sal y de la espuma abigarran la vida, la subrayan con la contundencia del movimiento que no cesa, que no es pasajero ni inestable, por eso le senté frente a las olas, para que aprendiera a permanecer; y su sola visión, que sosiega el espíritu, ayuda a perseverar en las rutinas de lo vivo, por eso, y no sin esfuerzo, pegué sus pestañas a los párpados.
Me puse a leer. De vez en cuando le miraba. Su cabeza se dobló de pronto sobre el hombro, y ese movimiento inesperado trajo el reflujo de su cuerpo y un pequeño hormigueo del vientre, y su pierna derecha se estiró.
¿Ves?, qué bien el mar…, le dije, feliz, cerrando el libro.
El mar resucita hasta a un muerto, iba a añadir, pero me callé.
(De Hasta que la muerte. Relato)
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