HUERGA, José Manuel de la

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HUERGA, José Manuel de la

Biografía

Nació en Audanzas del Valle (León) en 1967. Fue profesor de literatura en un instituto de Valladolid, donde residió hasta su muerte. Publicó el cuento largo Conjúrote, triste Plutón, Premio Letras Jóvenes de Castilla y León (1992). En 1998 ganó el Premio de Novela Ciudad de Móstoles con la obra Este cuaderno azul, editado en el 2000. En 1999 publicó el libro de relatos Historias del lector (Segovia, Tertulia de los Martes). En marzo de 2003 la editorial Multiversa inauguró su colección de narrativa con su novela La vida con David. En 2004 obtuvo el Premio Fray Luis de León de Creación Literaria de la Junta de Castilla y León por la novela Leipzig sobre Leipzig, 2005. Con Difácil editó en 2005 el libro de poesía La casa del poema. Colaboró asiduamente tanto en prensa escrita como en el blog de crítica literaria www. latormentaenunvaso.com. En 2010 se le concedió el premio Hucha de Oro por el relato «Un pájaro de invierno», en 2012 el Premio Miguel Delibes de Narrativa y en 2017 el Premio de la Crítica de Castilla y León. Falleció el 22 de noviembre de 2018.

Obra

CUENTOS

Conjúrote, triste Plutón (1992).
Historias del lector (1999).
Un pájaro de invierno (2010).

POESÍA

La casa del poema (2005).

NARRATIVA

Este cuaderno azul (2000).
La vida con David (2003).
Leipzig sobre Leipzig (2005).
Apuntes de medicina interna (2011).
SolitarioS (2013).
Pasos en la piedra (2016).
Los ballenatos (2019).

Premios

1992: Premio Letras Jóvenes de la Junta de Castilla y León.

1998: Premio Ciudad de Móstoles de Novela Corta por Este cuaderno azul.

2004:Premio Fray Luis de León de Narrativa de la Junta de Castilla y León por Leipzig sobre Leipzig.

2010: Premio Hucha de Oro por el relato «Un pájaro de invierno».

2012: Premio Miguel Delibes de Narrativa.

2017: Premio de la Crítica de Castilla y León.

2018: (a título póstumo) XXIII Premio de Novela Vargas Llosa por Los ballenatos.

Poética

 

«Cada día acarrea la cigüeña materiales a su nido: hierbas secas, pequeñas, grandes ramas, hojas de ventisca o mechones de lana. Los selecciona y coloca según un saber natural.

Atraía las manos hacia él en movimientos simultáneos.

Decía que ésas eran sus canciones.»

«Escondíamos palabras bajo piedras terrosas. Levantadas de improviso, descubrían las galerías del ciempiés y del gusano rojo.
Ahí aguardaba nuestra voz.

Para soñar su crecimiento, su hervor insomne. La maceración en el color y la textura, la levedad para su peso.

Bajo el silencio de la piedra. Como atesorar monedas, botones, cristalitos.»

«Como por largos espacios de nubes que pasan.

Así se paraba la cigüeña sobre el alerón de la torre opuesto al nido.

Volvíamos de la huerta y seguía allí quieta, apenas perceptibles un cambio de apoyo, un leve crotoreo.

Nos deteníamos, hipnotizados en esa quietud: el contraluz de su cuerpo recortado sobre el atardecer.

Una tarde alguien preguntó si el nido seguía siendo nido cuando la cigüeña no estaba. En invierno quizás, o incluso en ese instante.

O si la casa era casa, aunque deshabitada.

Si existen las canciones sin que nadie las cante.»

(textos extraídos del libro La casa del poema, Difácil, 2005).

 

 

Texto

 

Las trompetas de cinco metros de altura, las más pesadas del órgano, son sostenidas por los ángeles del Señor, si la música es acordada, y el intérprete dirige con pericia el artefacto a pedales. Así rezaba la leyenda entre los niños cantores de Leipzig que temían tanto como amaban a Johann Sebastian Bach. Allí a los pequeños que no quieren beberse la leche no se les amenaza con el consabido «o te la bebes o te lleva el hombre del saco». En Leipzig aún se les asusta con la llegada cojitranca del Viejo Peluca: «Venga, bébetela toda, que viene Bach y te sube al coro.» Los niños lo temían como a un nublado, especialmente en tiempos de la Alemania comunista. Ninguno quería chuparse las tres horas de oficios religiosos sin pestañear bajo la mirada severa del Cantor de Santo Tomás.
Salvo Georg Ott y su gemelo Matthias que de niños acudían pegados por hilos invisibles a cualquier lugar. Su padre El Ortodoncista les largaba de casa para trabajar más a gusto y ellos, como no sabían dónde ir a echar el rato, se refugiaban en Santo Tomás los días más crudos del invierno alemán. Se subían al coro en horas de culto y espiaban el gesto reconcentrado del Organista. El viejo metía y sacaba registros, buscaba con la mirada las alturas, revisaba un segundo la partitura de la que pasaba la hoja con urgencia, se ovillaba sobre el teclado mínimo de los dedos arracimados que se desperdigaban o reunían vertiginosamente, y vuelta a empezar.
Georg Ott miraba de frente al músico mientras Matthias se situaba hombro con hombro a las espaldas de su gemelo, y se perdía en la oscuridad del fondo de la nave. Matthias tenía miedo, pero jamás se lo reconoció a su hermano que también lo tenía e igualmente lo callaba. Sin embargo en Georg era más fuerte el amor por la música. Así reclutaron a los Ott primero como ayudantes de coro, para que hicieran bulto y cantaran sólo cuando les fuera requerido. Sobre todo en bodas y bautizos donde no importaba mucho desafinar, porque los gallos musicales se cubren con el estruendo de la exaltación familiar. O si no se llegan a cubrir del todo, se olvidan más rápidamente que en otras circunstancias más sagradas.
Los Ott vestían exactamente igual y en la iglesia nadie los diferenciaba. Sólo si uno de los dos cantaba se sabía quién era quién. Georg estaba dotado para la música. Matthias tenía una oreja frente a otra. Entre ellos se odiaban por esa razón, pero un pacto de sangre les llevaba a disimular la animadversión fraterna bajo el traje de la indulgencia, incluso del aprecio. Debían amarse porque eran hermanos, y ellos se empeñaban en cumplir el precepto familiar grabado a fuego en su memoria desde recién nacidos, incluso antes.
En el Coro acabaron por rogar a Matthias que imitara los gestos de los cantores, pero que no se le ocurriera emitir una sola nota. Esto lo cumplía en parte. También los demás niños se aprovechaban de la circunstancia. Cada vez que El Organista detenía la música del órgano y les miraba con los ojos inyectados en sangre durante un ensayo, todos señalaban a Matthias como causa directa del desaguisado musical. A Matthias no le importaba demasiado que le acusaran en falso, alguien tenía que pagar la culpa y a él no le suponía ninguna deshonra que le expulsaran temporalmente del Coro y le mandaran a sacar brillo a la sillería. De esa manera aprendió a rastrear surcos en la madera tallada, cosa que le vino bastante mejor para su vida posterior.

( Del libro Leipzig sobre Leipzig, Barrio de Maravilla, Junta de Castilla y León, 2005).

 

 

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