Biografía
José González Torices nace en Quintanilla del Olmo (Zamora) y reside en Valladolid. Estudia Magisterio en Tarragona y Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona. Becado por la Embajada francesa, cursa estudios de Arte dramático en Madrid. En 1978, con José Antonio Rodríguez Lozano, funda la editorial Castilla Ediciones. Ha dirigido las colecciones «Fuente Dorada», de Teatro Infantil y Juvenil, de Caja España; «Zoo de Papel», de Literatura Juvenil, en Ediciones Paulinas de Madrid; ahora es director de la colección «Campo de Marte», de Teatro Joven, y «Galería del Unicornio», de Teatro Juvenil, de la editorial CCS de Madrid. En 2005 funda la Asociación «Leer es Crear» para el fomento de la lectura, de la que es presidente, y la conocida revista «Leer es Crear». Colabora en prensa nacional y en revistas especializadas, así como en proyectos editoriales de Santillana, Anaya, Bruño, Everest, S.M., etc. En 2002, la Asociación de Vecinos «Conde Ansúrez» le distingue por su Trayectoria Literaria.
La Junta de Castilla y León le concede la Mención de Honor, 2008, en la modalidad de Promoción a la Infancia. La Asociación Cultural «Santa Marta», de Valdescorriel (Zamora), le concede la «Espiga de Oro, 2009» por «su proyección literaria, aportación a la Cultura y su dedicación especial a los niños y jóvenes». El Excmo. Ayuntamiento de Pozaldez (Valladolid) convoca anualmente el Premio Nacional de Cuentos que lleva su nombre, «José González Torices».
Obra
NARRATIVA
Cuentos infantiles (1974).
Cuentos y decires de la vieja castilla (1979).
Nacho, el amigo de los pájaros (1980).
Cuentos de la castilla nuestra (1981).
Cuentos de fiesta (1983).
Los miedos del general tambor (1986).
Los secretos de la gata nieva (1987).
Cuentos y poemas (1987).
Las trompetas del rey Baltasar (1987).
El muñeco de nieve (1987).
La noche de San Juan (1988).
Los castellanos, novela (1988).
Déjame tener un gato (1989).
Jugamos con los animales (1991).
Tengo mucho cuento (1992).
El león y la familia pococomo (1992).
Cuentos campesinos (1993).
Cuentos breves (1995).
El rebelde espíritu de amanahim (1995).
Cuentos, lecturas amigas (1997).
El laberinto de los pájaros y otros cuentos (1997).
La ciudad de gulú (2000).
La montaña de los ratones (2003).
Cuentos desde la meseta (2005).
Cuentos fabulosos (2008).
Cuentos peregrinos (2008).
Cuento con el dicho (2008-2009).
Cuentos peregrinos (2009).
Los 100 ojos del pavo real (2010).
El caballero del panecillo verde (2011).
TEATRO
Textos para una dramatización en la escuela (1972).
El rey de madera (1973).
Teatro infantil (1976).
El cerco de la peste (1976).
Villadormida-el cerco de las escobas (1976).
Proceso a un espantapájaros (1980).
El milagro de las manos (1982).
Teatro infantil (1983).
Esperando a mambrú (1983).
El dragón (1986).
Tolo y los tambores-la posada (1987).
Iriko de belén (1989).
Mi teatrillo (1989).
Los vencejos rojos (1990).
Tilín tilón tijerilla y tijerón (1991).
La niña y el unicornio-el rey león (1991).
El grito de las lechugas (1993).
La cabeza del toro (1994).
El señor de las guerras (1996).
Contamos al sur (2000).
Libro de teatro (2001).
Teatro (2001).
Cuatro estaciones, teatro para niños (2002).
Teatro de fábula (2003).
Pelos verdes (2003).
La ciudad de gaturguga (2003).
El retablo del rey midas (2004).
La abuela de los soldaditos de plomo (2004)
Don quijote va a la escuela (2004).
El soldadito plomo (2005).
Teatro de escuela (a partir de 6 años) (2005).
Teatro de escuela (a partir de 8 años) (2005).
Teatro de escuela (a partir de 10 años) (2005).
Los abuelos de las islas mágicas (2005).
Los ratones de don noé (2006).
La pitonisa de Endor (2006)
Teatro fabuloso (2007-2008).
Teatro fabuloso (2008).
Dicho con teatro (2008-9).
Juego al teatro en primavera (2009).
Juego al teatro en verano (2009).
Juego al teatro en otoño (2009).
Juego al teatro en invierno (2009).
El león enjaulado (2009).
Oro de los duendes verdes / Sabio caracuco (2011).
POEMAS
Semana santa vallisoletana (1976).
Castilla, pueblo mío (1980, 6 ediciones).
Los hijos nuestros (1985).
Palomas sueltas (1988).
Ángeles eldila (1998).
Amor poniente, zamorano amor (1990).
La plenitud del agua (1993).
Del amor venimos (1999).
Cien poemas, cien sueños (2000).
Cancionero de lunas (2001).
La plenitud de la ceguera (2002).
Canto y cuento (2002).
Zamora, canto nuestro (2002).
Poemas de pillo (2003).
Tiempos de uruk (2004).
Poemas para la paz (2004).
Poesía infantil (2004).
Don Quijote cabalga entre versos (2005).
Mis queridos maestros y maestras (2005).
Poemas (2000-2006).
Tambores de paz (2007).
Cancionero de aguiluchos (2007).
Poemas ¡a salvo! (2007).
Poemas mensajeros (2007).
Poemas sueltos, libro de aperos de madera.
Cancionero de ternuras (2007).
Cantabria: de la a a la z (2008).
Poesía encantada (2009).
Corazón de luna (2009).
Rosal de amores (2010).
Poesía infantil. Leer es vivir (2011)
Llanto por la España herida y otros poemas (2016).
Atapuerca para niños (2022).
OTRAS PUBLICACIONES
Aperos de madera de Castilla y León (1991).
Colección Valladolid (1990).
Vive la constitución (2001).
Recortables: Colón, Miguel Delibes, Villa del libro de Urueña, leer el cine, José Zorrilla (2006-8).
Los paraísos de Dios (2011).
Premios
1995: Premio Unamuno por El rebelde espírutu de Amanahim.
1998: Premio Antonio González de Lama (Ciudad de León) por Ángeles Eldisa.
2008: Premio Nacional de Poesía Infantil «Charo González» por «El beso de la luna».
Poética
CORAZÓN DE TRIGO
«Creo que nací con el camino pegado al zancajo. O cada dedo de los pies, andariegos de la tarde, fue marcando la trocha de mis escritos, de mis nombres; la senda misma de la grajea y la alondra, del teso, de la liebre y del lagarto, de la sanguijuela y de la carpa, del campesino castellano que es tanto como rezar salmos de cardo y de trompeta, y gritar, desde el púlpito de su alma, tomillo de filósofo: ‘¡Coño, coño, coño!’.
Que los dedos de mi mano fueron dando tinta de escritura a las veredas de no pocos cuerpos campesinos, dioses de barro y barbecho, de pan candeal e iglesia sin cigüeña y misa, casi Villalar de juventud comunera.
Así está el escribidor ahora: recostado en la pajera del propio folio y poema de su vida interior; viendo pasar, trashumantes, las pisadas de los demás; recordando, sin duda, las suyas propias con cierta complacencia amarga. Que el tiempo se disfraza de goma de borrar de no pocas mañanas transcurridas de llanto y gozo. Y es que desde la meseta de los años, sintiéndose un joven cuarentón, nacido en la cuna del universo, acarrea tantos recuerdos en el bálago de su memoria que la ventana de sus ojos se convierten en tren y vía por el mapa de la piel.
Creo que mi primer gateo fue en dirección de las eras, en busca del trillo de la trilla y de la parva. Dice, ahora, que todo mi cuerpo huele a bálago; y mi palabra huele a purridera y a bálago también y a siesta junto a la botija y cantar de grillos y cigarras. Es lo propio de un camino mozuelo en un pueblo de adobe castellano. Y luego mis pies se dieron en escalar los árboles en busca de nidos, casi tirando al cielo la mirada rebuscando, entre nubes, al Dios del catecismo de don José María, el cura. Que mis manos, dicen, huelen a pájaro gorrión, todavía en pelajillo, y a pichón sin volar en día de tormenta. Y más allá de la piel más cercana, el río Valderaduey con las espadañas y las aguas muertas como en el «Hoyo de las niñas», allí sepultadas por un decuido. Y al otro lado de la tabla de multiplicar, al maestro don Manolo. Yo allí, escardando divisiones y tardes lluviosas y lecturas del Quijote. Y yo allí, aún niño, domesticando perdices dentro de los sueños de la bicicleta imaginada, nunca mía, que fuimos, aquellos, los hijos de los pobres.
Como dice mi palabra, yo trazando caminos de tiza y pizarrín cerca del arado, con mi padre. Era mi Castilla, la del horizonte, la que espantaba liebres a los señoritos que subían a correrlas desde la ciudad. Un conde había entre ellos. Y un afamado escritor. Dicen que decían que si se llamaba el conde Gamazo. Que del escritor nunca supe su apellido. Hasta después.
Y así los caminos de Castilla y de Zamora y de León, se arrosieron dentro del pecho de aquellos niños que solo veníamos a la ciudad, Valladolid, a través del tren Burra, o el de Palanquines, llamado de esa manera por su lentitud en la escalada de los Torozos arriba. Éramos los niños, los caminos de la posguerra, los que aprendimos a hablar a base de padecer, de enfermar, de enterrar parientes y bautizar hermanos.
Entre otros senderos, conocimos el de la ermita de la Virgen del Socastro; y el de la otra ermita, la que se juntaba con el cementerio. La ermita del Cristo. Un Jesucristo melenudo, con los ojos revirados y manos ensangrentadas. Pintadas con mazarrón. Le contemplábamos desde la puerta, pegadas nuestras barbillas a la misma ventana cruzada por las verjas. Luego salíamos corriendo, perdiendo la zapatilla, gritando ‘que nos coge Dios’. Y aquel don Dios, sueño endiablado, nos fue metiendo, como en un horno de carracas y tenebrarios, el miedo a las horas de la vida, a los días, al pecado sin saber lo que es pecar. ¡Pecar! El camino del pecado estaba en espiar las bragas, tendidas en el tendal, al fresco, de doña Felisina, la viuda que según oímos estaba liada con don Simplicio Otero, un rico de andar a caballo, veterinario de nombre y no de estudio; que la vagancia le capó los cursos de la Universidad, en Salamanca (‘Lo que natura no da…’)
Los mozancos se hicieron hombres y los hombres poetas y páginas de novela y escena de teatro. Y aquellos hombres se hicieron ciudad y la ciudad les borró de la mirada, los campos de trigo y las amapolas y las ovejas y los días cerca de los nidos y los nidos oliendo a niños y los niños oliendo a cansancio ahora, a asfalto, a palabras sin pan, vacías.
Desde la línea que escribimos, que no es más que el patinete para volver al corral de nuestra infancia, vamos marcando la trocha de retroceso hacia aquello que fuimos y no volveremos a ser. ¿Volver? Nadie vuelve, nadie. La ciudad y el pueblo eres tú, como el mar de vientos y barbechos y sementeras eres tú o los campos de trigo libres o las alondras. Tú y tus alondras. Sólo hay un camino: el camino de la voz recordada que pueda que repita el campanario de un libro en la estantería, como un vetusto castellano, castellano viejo: ‘Era un buen hombre, coño. Coño, coño, coño, coño, era un buen hombre’.
(De «El camino de los trigos libres», 2007).
Texto
EL HOMBRE QUE OLÍA A PAISAJE
Gastaba aquel hombre unos ojos de paisaje florido, de campo abierto, de camino inmenso, de pensar profundo. Unos ojillos y una luenga y desbordada barba, sin podar, de invierno desparramado y crecido, siempre nevado. Creía mi parecer que había nacido, o salido, de algún linde sembrado de pájaros, en la Meseta castellana; que habían espigado sus carnes entre los pardos pardales, entre las tierras franciscanas y entre el rezo de las grajetas, allá en León, quizá en Astorga. Sólo lo creía mi parecer, ya que mi corazón de niño estaba más que seguro, pues todo su cuerpo, de sandalia a cigüeña, olía a paisaje con teso en páramo, digo; a paisaje y a palabra sacrosanta, bondadosa, y también a zancada desnuda; no siendo él, según se dijo, fraile de profesión y sí un cenobio misterioso, un anacoreta de avutardas sin proteger.
-Que así sea, amén.
Si alguien me pregunta ahora por su nombre, diré que esperad a que os lo diga, que nada importa, o que era un personaje revestido con muchos sustantivos muy propios. Se podía llamar Camino, Santiago, Redondel, etc., apellidarse Puente o qué sé yo. ¿Qué sé yo? Tal vez, en este rato de insomnio, le bautizara mi pila bautismal con el de Libertad. ¡Libertad, sí! Despedía un perfume a libertad, a viento libre, a águila, a un dios caprichoso que administraba los claros del día y los oscuros de la noche a su total antojo, sin tener que rendir cuentas a nadie, a la Justicia de aquí ni el mismo Señor Dios en el Juicio final.
-Ni a la Justicia de aquí ni al Señor Dios.
Pues en aquel cuerpo reducido, templo de su templo, agrietado barro, apacentaba una catedral de ideas libres, una forma de pensar distinta a la de los demás mortales, más cercana, digo yo, al verso de los gorriones, a la libertad, insisto, del canto de las aves; que bien pudiera, si cuadra, adoraba el vuelo de los vencejos, profanando lo más sagrado del catecismo.
Llegó una tarde a la Plaza de las Escuelas, la que llamaron, desde antiguo, la de los Niños; se presentó, como sigo diciendo, subida la primavera, campo en flor, granado, con un perro flaco, de raza vulgar; un perro de chamuscado cuerpo, viejo, de herida en lomo, casi sin ladro. Que afirmó don Blas Otaño, el de la farmacia, al echarle la mirada de hocico a rabo, de sombra a pelo:
-Ese perro tiene un óbito; está para que lo amortaje la muerte, para que descanse su osamenta en el silencio del hoyo.
Pero aquel perro se dejaba atusar, dócil, mimoso, acariciar por los chavales, sin espantarse, que, como digo, dije y diré, el animal acarreaba en la superficie de la piel las marcas de los tiernos besos y las pedradas caprichosas y las burlas y las risas. Un can que arrastraba muchas noches en vela, galopadas a medio ojo, carraspeando hambres. ¡Lazarillo fiel disfrazado de perro, casi, sin guau! Guau enfermizo. ¡Que san Roque lo proteja y lo bendiga!
-¡Que san Roque lo proteja, caramba!
Y con él, el hombre, su sombra. Aquel hombre sin nombre. Al verlo llegar, en algarabía, todos los chiquillos corrimos a su encuentro, que sus andares nos traían, y atraía, la música de una gaita gallega, no conocida por mí, donde habitaban unas cancioncillas lejanas, según comentó doña Sáncara, natural de Pontevedra, hija de pescadores y madre de campesinos en el pueblo de Quintanilla de los Álamos, Zamora.
-Músicas antañonas -rejuró doña Sáncara.
Y nosotros preguntamos a coro:
-¿Qué significa antañonas, doña Sáncara?
No hubo respuesta, pues a la mujer la picó la tos y se fue, calle arriba, a su casa. Un gato, Rodillo, su gato, la seguía a medio paso.
Un corro de niños nos quedamos con el forastero y su perro. El hombre colocó un sombrero negro y raído sobre la cabeza del perro y éste, sin avisarlo, se puso a danzar de forma muy graciosa. El músico sopló y tocó, y de aquel baúl de notas y viento, se precipitaban, sobre nuestras miradas y oídos curiosos, aquellas cancioncillas nunca escuchadas. El perro bailaba, torpe, y se caía al suelo, torpe y se levantaba, torpe, de la tierra. Y así estuvimos unos ratos, entre brinquillos del perro y gaita. Vino a detener aquella fiesta la presencia de don Lorenzo Mosdeta, el maestro. Miró al músico y, así, a golpe de palabra, le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
El gaitero le respondió entre dientes:
-Me llamo Hilario Santamaría Mosdín, para servir.
-¿Y el perro? ¿Cómo se llama el perro?
-Meluca, lo llamo Meluca.
-¿Vienes comido, Hilario? -don Lorenzo.
-Vengo y venimos los dos con el hambre en el hígado -respondió el hombre.
Desde aquella hora todos supimos que el llegado se llamaba Hilario, como un tío mío de Burgos, panadero de poca harina.
Allí estábamos con ojos de curiosidad, cuando apareció la pareja de la Guardia Civil, Gerardo Botefino, el más alto, el del bigote a trozos, y su ayudante, el joven, Nemesio Ocampo, conocidos por todos por sus rarezas políticas. Que Botefino había servido en la última guerra como perillán de un general mayor, rojo antes, azul luego. Gerardo Botefino se acercó, solemne, al músico Hilario y le pidió sus señas de identidad, cómo se llamaba, de dónde venía y por qué andaba suelto por los mundos, vagabundo. Que si andaba huyendo de la justicia por algo…
-¿Qué, qué, qué?
Hilario sacó de una cartera más vieja que la peste un documento y se lo mostró al número.
-Aquí se dice lo que soy, señor guardia.
-¿Esto qué es, hombre? -insistió el uniformado Nemesio.
-La Compostelana -afirmó Hilario-. Soy un peregrino que vengo de Compostela.
-¿Y el Documento Nacional de Identidad, señor? -preguntó Gerardo.
-Lo perdí -afirmó encogiéndose de hombros el peregrino.
-Pues hay que sacarlo, hombre. No puede uno andar sin identidad por estos campos.
-Ya, ya, lo sacará en el otro pueblo -añadió Hilario.
Como la tarde se hacía oscuridad, Hilario les preguntó dónde podía descansar su cuerpo aquella noche, pues sus pies estaban magullados por la andada. Ellos, la Guardia Civil, le respondieron:
-En nuestro cuartelillo hay una cama para los transeúntes. Cama y cena.
Y allí, aquella noche, durmió Hilario el cansancio con Meluca. Y con aquel peregrino y su perro, pienso y creo, dormitamos las horas todos los niños de Quintanilla del Olmo. Mañana será otro día. Que el otro día, ya me adelanto, dimos, ¿por qué no?, cristiana sepultura a Meluca.
(Del libro Cuentos Peregrinos, 2009).
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DEL CASAMIENTO
Me casé con el agua de los ríos,
con el viento, la lluvia y el verano.
Me casé con el surco y con el grano,
con mi dios y los rezos más tardíos.
Me casé en el altar de los rocíos,
donde llora la flor del avellano,
donde tiene su altar el castellano,
donde anoche quemaron sus navíos.
Aquí vivo, en este abecedario,
donde tiene su templo la palabra,
donde tiene su cruz el jornalero.
Me casé con el pan del cancionero,
donde el grito no grita pero labra
el rayo indócil la voz del santuario.
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DE LA IRA
Hubo un hombre sin ira, todo rezo.
Era un cuerpo asomado a la ventana.
Los buitres le comían el sembrado,
los buitres le bebían las palabras.
Y él, oh Dios, asomado a la ventana,
sin palabras,
sin palabras
no decía nada.
¡Asomado a la ventana!
El cielo le borraba cada paso,
la Biblia le llevaba al cementerio,
y él callado, asomado a la ventana,
sin palabras,
sin palabras,
sin puño en la palabra.
Así pasó la vida y le robaron
las calles y las plazas de su pueblo.
Allí se quedó solo, sin palabras.
¿Y su patria?
El mundo era su patria sin fronteras.
¿Y él?
¡Asomado a la ventana!
(de Sin Pecado Original).
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