Biografía
Adolfo García Ortega nace en Valladolid el 22 de mayo de 1958. Desde 1980 ha estado vinculado al mundo del libro y de la literatura. En los años ochenta trabajó en el periodismo cultural y fue crítico literario en varios medios de comunicación, especialmente en El País, La Vanguardia y Diario 16, así como en todas las revistas literarias, entre las que cabe destacar El Urogallo, Quimera, Leer, Revista de Occidente, La Balsa de la Medusa, Ínsula y Letra Internacional. Ha traducido obras de Jules Laforgue, Miquel Martí i Pol, Roland Topor, Valery Larbaud, Isabelle Eberhardt, J.-P. Stahl, Alex Susanna, Roland Barthes, Gilles Aillaud, Pierre Klossowski, André Breton, Piero Manzoni, Blaise Cendrars, Raymond Queneau y Philippe Soupault. Alto cargo de la Administración en materia del libro (Asesor de la Dirección General del Libro y Bibliotecas -Ministerio de Cultura- entre 1988 y 1991, y Director de Comunicación la Biblioteca Nacional de 1992 a 1995). Desde 1995 es editor (Subdirector de El País-Aguilar de 1995 a 2000). Fue Director Editorial de Seix Barral desde mediados del año 2000 hasta 2007. Como escritor, sus obras, consideradas por algunos sectores como de culto, gozan de una alta reputación y prestigio. En 2018 obtuvo el Premio Málaga por la novela y en 2020 publicó el libro de poemas Kapital y los ensayos Abecedario de lector y El arte de editar libros.
Obra
NARRATIVA
Privado paraíso (1988).
Un fin de siglo (1988).
Los episodios capitales de Osvaldo Mendoza (1989).
Mampaso (1990; 2001).
Los falsarios de la Luna (1994).
Los días rusos (1996).
Café Hugo (1999).
Lobo (2000).
El comprador de aniversarios (2003).
Autómata (2006).
Contra la república perfecta (2007).
La ruta de Waterloo (2008).
El mapa de la vida (2009).
Pasajero K (2012).
Pasajero K: una novela europea (2012).
Verdaderas historias extraordinarias: Cuentos reunidos (2013).
El evangelista (2016).
Una tumba en el aire (2019).
ENSAYO
Habitaciones irreales (1999).
Lecturas rescatadas (2003).
Contra la República Perfecta (2007).
No es lo mismo (Aforismos cardinales) (2015).
Fantasmas del escritor (2017).
Abecedario de lector (2020).
El arte de editar libros (2020).
POESÍA
Esta labor digital (1983).
La mirada que dura (1986).
Oscuras razones (1988).
Fortuna (1993).
La ceniza del paraíso y otros poemas (1997).
Travesía (2000).
Pienso siempre en aquellos (2002).
Te adoro Kafka (2006).
Nuestra alegría (2011).
Animal impuro (Poemas reunidos) (2015).
Kapital (2020).
TRADUCCIÓN
Alain Finkielkraut, En el nombre del otro : reflexiones sobre el antisemitismo que viene (2005). Junto a Esther Bendahan.
Valery Larbaud, Obra completa de A.D. Barnabooth : el pobre camisero ; Poesías ; Diario íntimo (2005).
Yasmina Reza, Ninguna parte (2007).
OTROS
Londres / Edimburgo (2000). Libro de viajes.
La luz que cae (2021). Híbrido entre ensayo y novela.
Premios
1997: Premio NH de Cuentos, por el relato «Los brazos abiertos».
2004: Premio Dulce Chacón por El comprador de aniversarios.
2007: Premio de la Crítica de Castilla y León por Áutómata.
2007: Premio de la Crítica Feria de Bilbao por Áutómata.
2012: Premio Samuel Hadas de Amistad España-Israel.
2014: Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural.
2018: XII Premio Málaga de Novela por Una tumba en el aire.
2020: Finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León por Una tumba en el aire.
Poética
– «Sí creo que mi narrativa y mi poesía, como cualquier otra que se precie, son subversivas [?] Creo que el escritor tiene que ser él mismo. Lo importante es escribir el libro que se quiere leer. Yo escribo y publico lo que me da la gana y tengo la suerte de que mis editores creen en mis libros [?] Para mí la literatura es el aire en que respiro, es una salud (que decía Deleuze), y por tanto no le pido nada» (Entrevista de Alejandro López Andrada en «Cuadernos del Sur» del Diario Córdoba, 25 de enero de 2001).
– «Me considero un autor de varios registros. Cuando escribo un poema es porque es algo que necesito decir en forma de poema. Igual en la novela. [?] Un escritor puede hacerlo todo si no confunde las cosas» (Entrevista de Angélica Tanarro en El Norte de Castilla, 1 de febrero de 2001).
– «Yo creo que la literatura surge del impulso de la vida. El escritor normalmente se basa en sus vivencias, pero también en su visión de la realidad. La literatura es una manera de representar la realidad ante los demás. La toma de conciencia de la vida es una conquista de los seres humanos, no de los escritores. No obstante, si el escritor además de representar la vida puede transmitir cierta conciencia de la vida, pues tanto mejor» (Entrevista de Aurelio Loureiro en Leer, mayo 1999).
Texto
CAPÍTULO UNO
Al atardecer, la mirada de doña Nativa se volvía vidriosa como los ojos de un pez muerto. Su rostro de vieja, con una perenne mueca contraria a todo, se tornaba aún más adversativo que por las mañanas, cuando era tenida en el vecindario por una mujer huraña y desagradable. Una vez que se ponía el sol, su mirada, proveniente de unas pupilas grises como sus cabellos, se apagaba, o tal vez mejor sería decir que se adaptaba a determinadas penumbras -las penumbras del Café Hugo-, como un animal viscoso que entrase en su guarida e, imperturbable, esperase allí nadie sabía qué, quizás a sus víctimas, quizás a la muerte.
El mundo, o lugar, o región, o simplemente jaula -la semejanza de doña Nativa con un aguilucho era advertida además por todos los clientes- al que ella pertenecía se ceñía al espacio sucio y grasiento del Café Hugo, en la céntrica calle de Ferrari, en V***, una ciudad de provincias. En el bar, aquel rostro se dibujaba severo pero elegante, rosáceo pero blanco, altivo pero ruin, recto pero esquivo, vivo pero muerto; parecía acaso el rostro de una esfinge mudado en gárgola inaudita, que a determinadas horas, como esculpida en granito, sobresalía de la negra oquedad que mediaba entre la barra del Café y la cocina que había al otro lado de esa barra, una especie de pozo -de hecho, era preciso descender unos peldaños para entrar en esa cocina o recinto de brebajes fétidos- del que emanaba un permanente hedor a aceitunas y a fritura añeja; era el rostro del castigo y de la venganza, del odio y de la mente baldía, un rostro abierto en decenas de estrías crueles del que con los años había desertado todo afecto; era, en fin, el rostro enjuto, metálico, de las viejas que esconden más rencores que virtudes, como el mismo Café Hugo, al que sin pretenderlo ella representaba.
Heredó de su marido, muerto bastante tiempo atrás -tanto, es verdad, que tendría que pararse a pensar la fecha exacta-, aquel Café sin futuro, sostenido a remiendos, necesitado de arreglos y de mejoras que no lo librarían de hundirse definitivamente en el desastre debido al pésimo estado en que se encontraba, en el que todos los objetos, a fuerza de la polvorienta inmovilidad de vasares y rincones, habían terminado por encontrar su destino.
Símbolo de una ciudad caduca y de un tiempo borrado, el Café Hugo que Doña Nativa dejaba morir cada día -como a ella misma- daba la espalda al esplendor con que la ciudad crecía a ojos vista, impulsada por sus industrias y por la fábrica de automóviles que había traído aires nuevos a V***. Pero en realidad la verdadera dueña del Café era su hija, Victoria Luezas, soprano retirada como gustaba definirse, aunque nunca llegó a cantar su ansiada Tosca ni ninguna otra ópera, para las que apuntaba meritorias aptitudes en el Conservatorio.
(De Café Hugo, Madrid, Ollero & Ramos, 1999, pp. 11-12).
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