ESQUIVIAS, Óscar

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ESQUIVIAS, Óscar

Biografía

Óscar Esquivias nació en Burgos en 1972. Ha publicado novelas como Jerjes conquista el mar (Ediciones del Viento, 2009), El suelo bendito (Algaida, 2000) o la trilogía compuesta por Inquietud en el Paraíso (Ediciones del Viento, 2005), La ciudad del Gran Rey (2006) y Viene la noche (2007). Junto al fotógrafo Asís G. Ayerbe editó el libro de artículos La ciudad de plata (El Pasaje de las Letras, 2008), En el secreto Alcázar (monólogos teatrales; Los Duelistas, 2008) y Secretos xxs (Los Duelistas, 2008). También ha publicado novelas para jóvenes en la editorial Edelvives: Huye de mí, rubio (2002, novela seleccionada al año siguiente en los White Ravens de la Internationale Jugend Bibliothek de Múnich), Mi hermano Étienne (2007) y Étienne el Traidor (2008). Ha ganado varios premios; por ejemplo, el Setenil, el Tormenta y el Castilla y León de las Letras.

 

 

Obra

 

NARRATIVA

El suelo bendito (2000).
Jerjes conquista el mar (2001).
Huye de mí, rubio (2002).
Inquietud en el Paraíso (2005).
Mi hermano Étienne (2007).
La ciudad de plata (2008).
En el secreto Alcázar (2008).
Secretos xxs (2008).
Étienne el Traidor (2008).
La ciudad del Gran Rey (2006).
Viene la noche (2007).
La Marca de Creta (2008).
Pampanitos verdes (2010).
Andarás perdido por el mundo (2016).
Alguien se despierta a medianoche: el libro de los profetas (2022).

Antología de cuentos

El chico de las flores (algunos cuentos favoritos) (2019).

ENSAYO

Mirabilia: una visita singular a las colecciones de la Catedral de Burgos (2014).

LIBROS COLECTIVOS

El año del virus. Relatos en cuarentena (2020).

Premios

1990: Letras Jóvenes de Castilla y León. (Relato).
1995: Letras Jóvenes de Castilla y León. (Relato).
1997: Letras Jóvenes de Castilla y León. (Relato).
2000: Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid (Novela) por Jerjes conquista el mar .
2000: Premio Ateneo Joven de Sevilla (Novela) por El suelo bendito.
2006: Premio de la Crítica de Castilla y León por Inquietud en el paraiso.
2008: Premio Setenil de cuentos por La marca de Creta.
2011: Premio Tormenta por Pampanitos verdes.
2016: Premio Castilla y León de las Letras.

Poética

Mi afición por la escritura no se debía -ni se debe hoy- a ninguna clase de exigencia o de imperativo intelectual, sino a algo más sencillo e inmediato: el gusto por jugar. O, dicho de otra manera, el placer de fabular y de contar historias.
Otra cosa es que, además, al publicarse los relatos, uno esté ofreciendo a los demás (aunque sea de forma inconsciente) cierta visión del hombre o de la sociedad y lo haga desde determinados postulados éticos y estéticos y que todo esto suscite (o pueda suscitar) alguna reacción en el lector. Pero tal circunstancia es secundaria, en mi caso, para explicar el germen o el motor de la creación. Para mí la literatura era y es una forma de enriquecimiento, de plenitud. Además, me es difícil distinguir entre el impulso lector y el creador. De hecho pienso que lo que intento ofrecer en mis relatos es lo mismo que busco en mis lecturas y, más que una comunicación con los lectores, lo que pretendo es un diálogo con los libros que he leído.
ESQUIVIAS, Óscar: «El oficio de crear» en Menta Limón, revista cultural, Burgos, junio de 2004 [fragmento]

 

Texto

Un Dios cruel

Credo in un Dio crudel che m’ha creato
simile a sè e che nell’ira io nomo.
G. Verdi y A. Boito, Otello, Acto II

-¿Y si el mar fuera Dios, dime, qué pasaría si el mar fuera Dios?
-Yo qué sé. Qué preguntas me haces, pareces un crío.
-Si el mar fuera Dios, todo tendría sentido.
-Si el mar fuera Dios, Dios estaría lleno de mierda. Y nada tendría sentido.
No me escuchaba. No sé siquiera por qué intentaba responder a sus pedanterías, como si no tuviera la certeza de que Carlos improvisaba cada una de las palabras que decía. Pero ése era mi principal defecto, según él: tomármelo todo en serio. Le gustaba provocarme. Decía que yo no tenía imaginación ni sentido del humor. Que era incapaz de captar una broma. Que sería la última persona a la que invitaría a una fiesta. Pero que mi amistad era de una fidelidad perruna. Tenía razón en todo.
-Tú me querías, te gustaba.
-Sí.
-¿Y por qué no me lo dijiste?
-No me atrevía.
-Qué bobo eres, qué cobarde. Jamás me había imaginado que eras marica. ¿Te has acostado con alguien?
-No.
-Vaya panorama. Pero qué bobo eres.
En el fondo le daba igual todo, hasta ese secreto que me quemaba en la garganta y que le confié días pasados. Salíamos todas las mañanas a pasear por la playa. Carlos iba en busca del sol con sus pasos enfermos, con la toalla bajo el brazo, las gafas oscuras sobre la frente, las ropas de colores alegres, chillones, que contrastaban con su delgadez extrema. Recorríamos la Playa de los Peligros varias veces, de punta a punta, mojándonos los pies. Tomábamos un rato el sol, sin desnudarnos. Hacía meses que Carlos evitaba ponerse el bañador, se avergonzaba de descubrir su cuerpo esquilmado. Cada vez tenía peor humor, le escocía una rabia interna que escupía a los pocos que le seguíamos frecuentando. Daba vueltas a sus obsesiones, a cuando quedara inútil, a cuando no aguantara más el dolor, la humillación. Llamaba «humillación» a cualquier cosa que no pudiera hacer por sí mismo: subirse a una banqueta para arreglar la persiana, cargar con las bombonas de butano, correr detrás del autobús, aguantar sin toser las tres horas de una función de ópera. Últimamente se obsesionaba con la idea de Dios. Que era tanto como pensar en la muerte. En nuestros paseos nos cruzábamos con enfermos del hospital de Valdecilla que también bajaban a la playa a pasear su enfermedad con disimulo y decoro. Carlos les llamaba los «zombis». Les despreciaba porque en cada uno de ellos veía un reflejo de su propia decadencia, aunque fueran males distintos los que les devoraban, los unos con sus cánceres y él, él con «lo suyo», lo innombrable, como si tuviera una enfermedad exclusiva y denigrante, hecha a medida de sus miedos. Los enfermos evitaban reconocerse en la playa, mirarse siquiera, se asqueaban por su mutua presencia herida, ajena a aquella explosión de cuerpos igualmente jóvenes, pero plenos, que iban ocupando la arena según avanzaba la mañana, llenándola de gritos, de juegos, de lecturas efímeras antes del sopor o el baño, de sexos mal disimulados que herían a Carlos, le hurgaban en la imaginación.
-Santander está llena de muertos.
Escupía, tosía. Se abrazaba, con los antebrazos manchados de arena.
-Dios es el mar. Aquí nació la vida, ¿no crees? Vivir es poder bajar a la playa y bañarse, poder jugar y reír y nada más, eso es todo, ¿no?
-Sí, supongo.
-Yo estoy muerto. Soy mierda -decía con voz cavernosa, mientras amasaba la arena.
-¿Qué?
-Nada. No entiendes nada.
Y tiró un puñado de arena hacia el agua, con rabia. Y con la arena arrojaba su propia vida contra ese mar lleno de risas, de alegría. De salud.

 

Nuestros paseos cada vez se hicieron más cortos. Al final ni siquiera bajábamos a la playa, nos quedábamos en el puerto o en el Paseo Pereda y nos despedíamos a media mañana. Le acompañaba hasta su portal.
-¿Qué tal estás?
-Mal.
-Hasta mañana.
-Piénsalo: Dios es el mar. A ver si te enteras.
Yo no tengo Dios, no tengo ninguna convicción. O sólo una. Que Carlos se ha convertido en mi enfermedad. Otra, que él lo sabe y me desprecia. Otra más (y ya son tres): que tiene razón y vivir no es mucho más que correr detrás de una pelota de colores. Sólo puedo ser, entonces, espectador: me falta la despreocupación y la alegría, el poder mirar otros ojos sin sentirme delatado, saber perder el tiempo y no llenarlo de amargura, ver en el mar sólo mar y nada más que mar y no una frontera oscura donde las olas se agitan al ritmo de mi corazón domado y lamen los pies que yo no puedo besar. Esta forma de permanecer en un margen de la vida se llama desesperación: el único vínculo que me une con Carlos.

[Publicado en La marca de Creta, Ediciones del Viento, 2009].

 

 

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