DIEZ, Luis Mateo

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DIEZ, Luis Mateo

Biografía

Luis Mateo Díez nace el 21 de septiembre de 1942 en el pueblo montañés de Villablino (León), donde su padre era funcionario del ayuntamiento, y donde transcurre la infancia del futuro escritor hasta que en 1954 la familia se traslada a León. El contacto con el rico acervo cultural del medio rural determinará en Luis Mateo una temprana disposición hacia lo imaginario, oral o escrito, que rememora en Días del desván.
Estudia Derecho en Oviedo y Madrid e ingresa por oposición, en 1969, en el Cuerpo de Técnicos de Administración General del Ayuntamiento de Madrid. En esta ciudad reside desde entonces alternando la oficina con la creación literaria en un equilibrio óptimo, a juicio del escritor.
Entre 1963 y 1968, y junto con un grupo de amigos leoneses, Agustín Delgado, Antonio Llamas y Ángel Fierro, participa en la redacción de la revista poética Claraboya. Entonces publica sus primeros poemas, seguidos en 1972 de Señales de humo. Sin embargo, su creación poética es efímera y deja paso definitivamente a la ficción narrativa.
A finales de los años setenta participa con Juan Pedro Aparicio y José María Merino en la invención del apócrifo común Sabino Ordás. Su primera obra narrativa aparece publicada en la década de los setenta: los cuentos Memorial de hierbas (1973), y dos novelas cortas, Apócrifo del clavel y la espina y Blasón de muérdago (1977). El salto a la novela larga lo da en 1982, con Las estaciones provinciales, finalista del Premio Nacional de la Crítica. Desde entonces, su prestigio literario ha ido creciendo a la par que su incesante producción con la publicación de novelas, cuentos, microrrelatos, artículos, y otras obras de difícil adscripción genérica a medio camino entre la rememoración vivencial, la reflexión literaria, el ensayo y la ficción. Es miembro de la Real Academia de la Lengua Española desde 2000.

 

 

 

 

Obra

NARRATIVA

Memorial de hierbas (1973). Cuentos.
Apócrifo del clavel y la espina (1977). Novelas cortas.
Las estaciones provinciales (1982).
La fuente de la edad (1986).
El sueño y la herida (1987). Cuento.
Brasas de agosto (1989). Cuentos.
Las horas completas (1990).
El expediente del náufrago (1992).
Los males menores (1993). Cuentos y microrrelatos.
Camino de perdición (1995).
El espíritu del páramo. Un relato (1996).
La mirada del alma (1997).
Días del desván (1997). Memorias noveladas.
El paraíso de los mortales (1998).
La ruina del cielo -Un obituario- (1999).
Antología. Las estaciones de la memoria (1999).
El árbol de los cuentos (1999). Cuentos.
El pasado legendario (2000). Reúne El árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la espina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males menores y Días del desván.
Lunas del Caribe (2000). Narrativa infantil.
El diablo meridiano (2001).
El oscurecer (un encuentro) (2002).
El reino de Celama (2003). Reúne El espíritu del páramo, La ruina del cielo y El oscurecer.
El eco de las bodas (2003). Novelas cortas.
Las lecciones de las cosas (2004). Cuentos.
Fantasmas del invierno (2004).
El fulgor de la pobreza (2005). Novelas cortas.
La gloria de los niños (2006).
Palabras en la nieve : un filandón (2007) Junto a Juan Pedro Aparicio y José María Merino. (Compuesto por quince microrrelatos de cada autor).
El sol de la nieve o el día que desaparecieron los niños de Celama (2008).
Los frutos de la niebla (2008).
El animal piadoso (2009).
Pájaro sin vuelo (2011).
La cabeza en llamas (2012).
Fábulas del sentimiento (2013).
La soledad de los perdidos (2014).
Los desayunos del Café Borenes (2015).
Vicisitudes (2017).
El hijo de las cosas (2018).
Gente que conocí en los sueños (2019).
Juventud de cristal (2019).
Invenciones y recuerdos (2020).
Los ancianos siderales (2020).
Mis delitos como animal de compañía (2022).
Celama (un recuento) (2022).

POESÍA

(Con Agustín Delgado, Ángel Fierro y José Antonio Llamas), Equipo «Claraboya». Teoría y poemas (1971).
Señales de humo (1972).
(Con Agustín Delgado y José María Merino), Parnasillo Provincial de poetas apócrifos (1975).

TEATRO

Celama (2008).

OTROS

Relato de Babia (1981).
Con Juan Pedro Aparicio y José María Merino: Sabino Ordás, Las cenizas del Fénix (1985). Colección de artículos periodísticos.
El porvenir de la ficción (1992). Colección de artículos de reflexión literaria.
(Con Florentino Agustín Díez y Antón Díez), Valles de leyenda (1994).
La línea del espejo (Un relato de personajes) (1998).
Vista de Celama (1999).
Las palabras de la vida (2000).
Laciana. Suelo y sueño (2000).
Balcón de piedra. Visiones de la Plaza Mayor (2001).
La mano del sueño (Algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria) (2001). Discurso de Ingreso en la RAE.
Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (2010).

Premios

1973: Premio Café Gijón de novela corta por Apócrifo del clavel y la espina.
1976: Premio Ignacio Aldecoa de cuentos por «Cenizas».
1987: Premio Nacional de la Crítica por La fuente de la edad.
1987: Premio Nacional de Literatura por La fuente de la edad.
2000: Premio Nacional de la Crítica por La ruina del cielo.
2000: Premio Nacional de Narrativa por La ruina del cielo.
2000: Es elegido miembro de la Real Academia para ocupar el sillón «I». El ingreso tiene lugar el 20 de mayo de 2001.
2000: Título de «Leonés del Año».
2000: Premio Castilla y León de las Letras 2000.
2012: Premio Francisco Umbral al mejor libro por La cabeza en llamas.
2018: Finalista Premio de la Crítica de Castilla y León por Vicisitudes.
2020: Finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León por Juventud de cristal.
2020: Premio Nacional de las Letras Españolas.

Poética

– «En todo arte de narración o de representación la vida es fuente, bien para emularla o para suplantarla. Y probablemente la orientación de lo que la novela moderna es o pretende ser está ahí, en esa profunda transformación que supone no copiar la vida, sino suplantarla, no depender de ella como ineludible punto de referencia sino sustituirla desde otra realidad imaginaria en que la novela se constituye» (El porvenir de la ficción, Madrid, Ediciones Caballo Griego para la Poesía, 1992, p. 22).

– «… mi memoria infantil de la narración oral en un ámbito muy definido y peculiar. Una experiencia tal vez determinante de una vocación. Al menos determinante de un primitivo y hondo sentimiento sobre el arte de narrar» (Ibidem, p. 35).

– «La memoria se abre ante mí como el más natural camino de la escritura. Esa escritura que, en su más directa ambición, querría lograr, antes que nada emular aquel primitivo encantamiento de la palabra en la narración oral» (Ibidem, p. 37).

– «… la imaginación es el grado supremo de la memoria, el propio fermento de nuestra vida, de nuestra sensibilidad, de nuestras emociones y afectos, la facultad que alimenta la combustión, la potencia que enciende nuestras invenciones. […]… imaginación y memoria son la misma leña de esa hoguera que calienta la ficción […]… la memoria del narrador es el depósito que mejor contiene los elementos literarios de su experiencia, ese humus que salva del olvido lo que merece perpetuarse en la escritura mientras se macera, que rescata lo más significativo de lo que vivimos y recordamos para poder nutrir la fabulación» (La mano del sueño. Algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria, Madrid, RAE, 2001, pp. 22-23).

– «En la escritura, yo valoro de forma absoluta la herramienta con la que se trabaja: el lenguaje. Y sigo al pie de la letra el consejo de Conrad: no pasar nunca a la línea siguiente hasta no estar totalmente de acuerdo con lo que se acaba de escribir». (Entrevista con Ángel Vivas, Muface, marzo 1985).

– «Siempre ha aparecido valorado [el realismo] como una estética limitadora, empequeñecedora de la visión de las cosas. Yo no estoy de acuerdo con esa opinión. El realismo es una estética que está en toda nuestra generación literaria y que además desde sus inicios -Cervantes, la picaresca- es mucho más complejo de lo que luego como movimiento decimonónico se formaliza. Está siempre nutrido de fantasías, de distorsiones, de mezclas, de contagios, de elementos oníricos… Hoy el realismo ha perdido todo tipo de connotaciones limitadoras y ahora por realidad entendemos la totalidad del consciente y del inconsciente. La realidad es todo ese caldo de cultivo en el que andamos zambullidos. Ya se puede hablar de realismo sin ningún tipo de complejos» (Entrevista con E. Bueres, Revista del Centro Cultural Campoamor, Oviedo, mayo 1988, p. 12).

– «A mi me interesa mucho ese realismo que desemboca en el esperpento sin consumarlo, ese realismo estrambótico y degenerado» (Entrevista con Javier Goñi, Cambio 16, 17 noviembre 1986, p. 214).

– «Las geografías de la imaginación son siempre geografías metafóricas y, con frecuencia, míticas, también algunas veces simbólicas» (La mano del sueño, p. 34).

 

Texto

EL ESPÍRITU DEL PÁRAMO (1996)

Hay en Celama cinco o seis noches al año en que la Llanura alcanza la vibración extrema del vacío, cuando la quietud hace temblar la atmósfera como tiembla la nada cuando se congela. Son noches temidas e inquietas en las que es fácil sentir el desamparo o verse prisionero de un presentimiento que une lo más oscuro de lo que nos pudo suceder con lo más oscuro de lo que nos aguarda, como si el tiempo no existiera y la memoria patinase entre el presagio y el recuerdo.
En una de ellas, la de un siete de febrero, el médico de los Oscos, salió a cumplir un aviso urgente para visitar a una anciana del pueblo de las Gardas, allá por Los Confines. Este médico se llamaba Ismael Cuende y llevaba media vida en La Llanura, era un sesentón bonancible y solitario, fumador empedernido, bebedor inmoderado pero discreto, que había contado con la compañía de su madre hasta su muerte y, desde entonces, con la esporádica de alguna mujer del pueblo, afianzadas sus costumbres domésticas a una modesta supervivencia.
Salió Ismael ya montado en la mula del corral, sujeto el maletín a la montura, con la tagarnina en la boca. Iba bien pertrechado porque el camino era largo y la noche presumiblemente fría y, además de la zamarra, se había echado una manta por los hombros. La mula asomó al inmediato camino y, como era habitual en ella, se detuvo un instante, lo suficiente para que Ismael le rozara el vientre con la bota derecha para que atendiese la orden.
-A Las Gardas, Mensa… -requirió, sujetando la brida con la mano derecha y cogiendo la tagarnina entre los dedos de la izquierda- por el Podio, los Llanares y Ordalía. […]
Fue al tener conciencia de que otra vez atravesaba las hectáreas de Podio cuando sujetó la brida para que la mula se detuviese. El fanal contenía el vacío y en el vacío la desorientación acarreaba una misma mezcla de espacio y tiempo, tal vez porque en la noche el tiempo y el espacio no existían. Las hectáreas acababa de cruzarlas hacía diez minutos o un instante. […]
Había escupido la colilla de la tagarnina y, cuando hizo el intento de buscar la cigarrera para extraer otra, una profunda desgana acometió su ánimo, hasta el punto de que la brida se le fue de las manos y la mula, que sintió la suave libertad del tiro, acentuó ligeramente el paso, haciendo que Ismael perdiera por un momento el equilibrio.
Fue entonces cuando tuvo la sensación de que la cabeza se le iba, como si el vacío de la noche hubiese entrado en ella hasta hacer desaparecer todo atisbo de conciencia, acarreando también la emoción de un vértigo helado, el sentimiento de que todo lo que pudiera quedar en su interior eran pérdidas, huellas sin identidad que se congelaban porque no remitían a ningún recuerdo, ya que era la nada la que sustituía a la inteligencia y a la memoria.
Cabeceó con una sensación de sueño, aunque su voluntad, todavía no borrada por completo, le inclinaba a pensar que no era sueño sino desaliento, la misma desgana que le rendía como si fuera el mejor camino para aceptar una especie de derrota mental y física que la noche le infligía sin reservas, como se fuese la noche el campo de batalla de una guerra mortal y silenciosa.
Ismael Cuende cabalgó en la mula por el camino de los Llanares y la mula, de cuando en cuando, volvía al círculo ciego de la Noria, a los pasos de su juventud sojuzgada, como si esos pasos fuesen los que definitivamente habían marcado su instinto desorientado.
Brillaba la noche con más fuerza según se alejaban del interior de la Llanura, como si las hogueras frías que hacían arder el espejo mortal, estuviesen encendidas en la demarcación de Los Confines, formando también un círculo que atenazaba Celama en la desorientación del firmamento.

(De El Espíritu del Páramo, Madrid, Ollero&Ramos, 1996, pp. 101-105).

EL POZO (1993)

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
«Este es un mundo como otro cualquiera», decía el mensaje.

(«El pozo», Los males menores, Madrid, Alfaguara, 1993, p. 140.

 

 

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