Biografía
Salvador Compán Vázquez nació en Úbeda (Jaén) en noviembre de 1949. Se licenció en Filología Románica por la universidad de Granada. Desde 1972 hasta 1981 dio clases de Lengua y Literatura en Laredo, en Ibiza y en Bruselas. Después trabajó como catedrático de esa materia en un IES de Sevilla.
Su obra se centra, en especial, en la novela. Pero se extiende también al relato breve, a los artículos de opinión o a los de crítica literaria. La poesía es un género al que recurre de un modo esporádico y casi terapéutico.
En sus novelas suele aparecer el tema del deseo que llega a tomar distintas significaciones y a erigirse como un principio de insatisfacción que mueve sus historias hacia lo imprevisible. La reflexión sobre el amor, la condición de la mujer y la búsqueda de la libertad o de la autonomía son unas de las constantes en su narrativa.
Obra
NOVELAS
El Guadalquivir no llega hasta el mar (1990).
Madrugada (Crónica de espejos) (1996).
Un trozo de jardín (1999).
Cuaderno de viaje (2000).
Tras la mirada (2003).
Palabras insensatas que tú comprenderás (2012).
El hoy es malo, pero el mañana es mío (2017).
RELATOS BREVES
Jiménez, el Espeso (1971).
Cena de Reyes (1987).
Un poema de san Vicente Aleixandre (1998).
El día que matamos a Salman Rushdie (1999).
Mi hermano Antonio es bobo (2002).
Un alfiler en el corazón (2003).
Imágenes (2004).
Cuídate de los poemas de amor (2007).
ENSAYO
Jaén, frontera insomne (2017).
POESÍA
Corazón sin sueño (2020).
Premios
1971: Premio Pluma de Oro por Jiménez, el Espeso.
1988: Premio Ciudad de Martos por Cena de Reyes.
1990: Premio Ciudad de Jaén por El Guadalquivir no llega hasta el mar.
1996: Premio Gabriel y Galán por Madrugada.
1998: Premio Ciudad de Badajoz por Un trozo de jardín.
1999: Accésit Gabriel Aresti por El día que matamos a Salman Rushdie.
1999: Premio de la Crítica Andaluza por Un trozo de jardín.
2000: Finalista Premio Planeta por Cuaderno de Viaje.
Poética
«Concibo el proceso de escritura como una búsqueda porque quizá escribir no sea otra cosa que descubrir. De hecho, siempre he partido de una imagen que me inquietaba, que de algún modo se me había metido dentro sin que yo supiera causas o significados. Desvelar esa imagen, sus contenidos o referentes, ha sido en muchas ocasiones el desencadenante de mi prosa.
«Y es precisamente ahí, en el proceso de escritura, donde me parece que residen las claves de cualquier estética en el sentido de que escribir tiene mucho de traición a lo previsto. Cuando la lengua se tensa en el acto de comunicación literaria -y si no hay tensión no hay literatura-, adquiere autonomía y la capacidad de encadenamiento de las cerezas, las palabras desarrollan su poder de asociación y empiezan a liberar su potencialidad de significados.
«No me interesa la literatura que no intenta huir de lo sabido y sondear zonas de sombra porque opino que el objeto de una novela nunca debiera residir en la mera redundancia, en duplicar la realidad, sino en rodearla para buscarle nuevas perspectivas y ensancharla en el sentido que quería Ortega cuando decía que el escritor debe aumentar el mundo.
«Asimismo, y de un modo paralelo, el valor del lenguaje literario tiendo a situarlo en el conocimiento intuitivo, en el propósito de ahondar donde se detiene la rutina de la experiencia común. Ahí, a mi parecer, reside su razón primera, la justificación misma de su existencia. Pienso que la extrañeza que debe producir todo texto de creación se origina en una torcedura en el cuerpo de las ideas para intentar que se nos rindan, en un merodeo en torno a los conceptos hasta encontrar la fisura por donde intentar que una nueva luz los penetre y los ilumine con la subjetividad del escritor. No es otra cosa, a mi entender, la tan traída mirada en literatura sino un subjetivizar la realidad hasta hacerla sugestiva y significante. Es decir, convertir lo cotidiano en algo que comunica porque se analiza desde lo no cotidiano, desde una mirada nueva. (Salvador Compán, de «La novela o el rigor de la impostura». Ficciones, nº7, 2001 )
Texto
TRAS LA MIRADA (2003)
La tarde, pues, iba a ser una esquina de una galería, el estudio de un guión para un anuncio, el sabor de la ginebra, el humo de los cigarrillos dibujando la bonanza. Llegué a sentirme casi a gusto entre mis pertrechos y enseguida empecé a hacer anotaciones relativas a las necesidades de producción para un rodaje en el que Góngora, el amo de la lengua, sería envilecido con el único fin de vender un puñado de fritangas. Con seguridad, había ya levantado la vista de los papeles en varias ocasiones sin advertir otra cosa que el resplandor del patio enrejado por el blanco de las columnas, por eso, cuando noté que la mujer estaba ahí, me sorprendió la discreción con la que tendría que haberse movido entre las mesas, titubear ante el contraluz de la galería para elegir sitio, desplazar el sillón en el acto de sentarse.
Apenas habría tres metros entre nosotros, pero vi muy cerca su piel porque el deseo puede llegar a ser un zoom cuyo poder altera las distancias a fin de recompensarnos con primeros planos.
(De Tras la mirada, Planeta, 2003, pp. 50-51)
UN POEMA DE SAN VICENTE ALEIXANDRE (Relato)
Era una profesora tímida y feúcha, quizá inepta. Formaba parte de ese grupo de enseñantes al que llamábamos mariachis. Se trataba de adjuntos, interinos o de exalumnos que al acabar la carrera se quedaban como meritorios al arrimo de la cátedra. Los mariachis formaban un coro de servilismo en torno al catedrático, reían sus gracias, merodeaban como rémoras alrededor de él y le pagaban, casi siempre, el café. En los pasillos de la facultad, era de ver el modo jerárquico de formar su rueda arropando al semidiós, su modo de pulular, de echar lazos de adulación o de meter los codos para acercarse a la luz, incomprensible, que parecía desprender el rey de la cátedra.
Aquella profesora era una mariachi. Nada más. Hacía poco que había acabado la carrera y alguna vez la habíamos visto haciendo contrapuntos, réplicas o voces corales al catedrático.
Una mañana de primavera, entró en el aula y ni siquiera se hizo el silencio. Venía, y lo lamentábamos, a dar unas clases de sustitución del vocalista principal. Nada más entrar, ella supo que contaba, si no con nuestro desprecio, sí con nuestro distanciamiento.
Era gafuda, gruesa y sonrosada. Parecía poca cosa para que las cabezas que llenaban el aula escalonada convergieran hacia ella. Carraspeó e hizo un intento por sentarse en la mesa pero, enseguida, se la vio desistir y mover su cuerpo sin fortuna hacia la parte delantera de la tarima. Ahí estaba, de pie, delante de la pizarra, desvalida. Miraba con un reflejo de gafas en la penumbra, con una inquietud que le bandeaba la voz y le agitaba el libro que tenía entre las manos. Hablaba, al parecer, de la Generación del Veintisiete pero su voz quedaba sumergida entre las voces de los estudiantes, por trozos de palabras o risas sin brío que nadaban por el aire en sombra. La clase se desarrollaba sin pulso, se abrían bocas de bostezo, se miraban los relojes y todo iba a concluir con la misma atonía con la que empezó. Fuera, hacía sol. Era primavera. Fuera, nosotros lo sabíamos, estarían dibujándose los signos de la vida.
Sin embargo, cuando empezó a leer el poema, todo quedó invertido. Dijo: Pero otro día toco tu mano. Mano tibia./ Tu delicada mano silente. Estaba diciendo: A veces cierro/ mis ojos y toco leve tu mano, leve toque/ que comprueba su forma, que tienta/ su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro/ hueso/ insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca/ el amor. Oh, carne dulce, que sí se empapa del amor/ hermoso. Era un hueco el que estaba abriendo su voz, un pozo donde empezaban a caer las miradas de los estudiantes, ¿A quién recita?, me preguntó Paco con una repentina urgencia, ¿de quién es ese poema?, Es por la piel secreta, secretamente abierta, invisiblemente abierta,/ por donde el calor tibio propaga su voz, su afán/ dulce. No sé, dije, quizá de Salinas. No -me corrigió una voz muy cerca de mi cogote-, es de Aleixandre. Mirábamos a la sustituta, absorta sobre el libro, agarrada a él con la convicción de un náufrago. Quería romper nuestra indiferencia con aquel poema y de él parecía sacar el dominio que nos estaba imponiendo como si, de pronto, todo el sol recogido por las ventanas del aula cayera sobre aquel rectángulo color crema que ella sostenía entre sus manos, unas manos carnosas, llenas de anillos que le estrangulaban los dedos pero que ahora se nos presentaban tozudas, firmes, llenas del poder que el libro les trasmitía, Por donde mi voz penetra hasta tus venas tibias,/ para rodar por ellas en tu escondida sangre,/ como otra sangre que sonara oscura, que dulcemente/ oscura te besara/ por dentro…
Se limpiaba la atmósfera, los últimos susurros se retraían. La profesora los había derrotado con los versos de Aleixandre y, ahora, su voz era fuerte en su debilidad, tomaba consistencia de nuestro silencio, y esparcía con solvencia el poder de las sílabas, Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el/ hueso rehúsa/ mi amor -el nunca incandescente hueso del hombre-./ Y que una zona triste de tu ser rehúsa,/ mientras tu carne entera llega a un instante lúcido/ en que total flamea, por virtud de ese lento contacto/ de tu mano…
A veces, entreveía los ojos de la sustituta traspasando el cristal de las gafas. Ahora me daba cuenta de que tenía unos ojos de espiga, verdes. Me fijé en su pelo desmañado, lleno de hilos dispersos, que recordaba a la idea de la libertad. Estudié sus labios y me parecieron densos y de buen dibujo, removidos por un flujo de vida al dar forma a las palabras. Y ahí estaba su cabeza, despuntando por encima del libro y como metida en la corriente de esplendor que de él salía, De tu porosa mano suavísima que gime,/ tu delicada mano silente, por donde entro/ despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,/ hasta tus venas hondas totales donde bogo,/ donde te pueblo y canto completo entre tu carne.
El poema había acabado. Creí que al cerrar el libro empezaría, de nuevo, su zozobra. Pero no. Se reafirmó las gafas, nos miró desafiante y añadió algo con entereza aunque sin demasiada sustancia mientras Paco ponderaba el corte de sus pómulos y me preguntaba si sabía cómo se llamaba. En el acto, pensé que, veinte años después de haber sido escritas, las palabras de Aleixandre habían hecho a aquella mariachi casi hermosa. Y, unos momentos antes de que bajara de la tarima para irse, estaban a punto de darle un nombre.
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