CABRERA, Antonio

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CABRERA, Antonio

Biografía

Antonio Cabrera nació en Medina Sidonia (Cádiz) en 1958. Ejerció como profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria de la localidad de Sagunto. Dedicado fundamentalmente a la escritura de poesía, hizo también incursiones en el terreno de la estética filosófica, la traducción y la prosa literaria en periódicos. Impartió talleres de poesía en la Universidad de Valencia. Además de en publicaciones académicas, colaboró en diarios y revistas como ABC, El País, Levante-EMV, Clarín, El Maquinista de la Generación, Litoral y otras. Ganó varios premios; entre otros, el Nacional de la Crítica en el año 2000 y el de la Crítica Valenciana en el 2017. Falleció el 17 de junio de 2019.

 

 

Obra

 

POESÍA

Sueño que alarga la vigilia (1985).
Autorretrato (1987).
Ante el invierno (1996).
La mano que escribe (1998).
En la estación perpetua (2000).
Antonio Cabrera (2001).
Tierra en el cielo (2001).
Con el aire (2004).
Poemas (2008).
Piedras al agua (2010).
Montaña al sudoeste (2014).
Corteza de abedul (2016).
Gracias, distancia (2018).

ANTOLOGÍAS

Con goia e con tormento. Poesie autografe di autori spagnoli contemporanei (2006).
Los círculos del aire. Antología de poesía española contemporánea del paisaje y la naturaleza (2008).

PROSA

El minuto y el año (2008).
El desapercibido (2016).

OTROS

Heidegger, lector de poesía, en Quaderns de Filosofia i Ciència, nº 13-14, (1988).
Sobre el valor de la estética en Heidegger, en Quaderns de Filosofia i Ciència, nº 18, (1991).
Lo verdadero, lo real y lo pintado, en I Discusión sobre las Artes, Universidad Politécnica de Valencia, (1993).
Poesia i veritat, en Estudi General, 16, Universitat de Girona, (1996).
La escuela hoy, un extraño lugar, en Lateral, nº 93, (2002).

TRADUCCIONES

Poesía y ontología, de Gianni Vattimo (1993).
Los pájaros amigos, de Josep Maria de Sagarra (2003).
Sobre el lamento de Jasón, de Vicent Alonso (2008).

Premios

 

1999: XII Premio Internacional Fundación Loewe, por En la estación perpetua.
2000: Premio Nacional de la Crítica, por En la estación perpetua.
2003: XXV Premio Ciudad de Melilla, por Con el aire.
2004: Premio de la Crítica Valenciana, por Con el aire.
2004: Premio de Periodismo de la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes, por el artículo Tres juguetes, publicado en ABC el 6-1-04.
2016: XXII Premio Literario Bodegas Olarra y Café Bretón, por El desapercibido (premiado con el título Habla el callado).
2017: Premio de la Crítica Valenciana, ex aequo con Tù me mueves, Agustín Pérez Leal.

 

Poética

 

A poco que se reflexione críticamente sobre las poéticas contemporáneas, se manifiesta de inmediato una cuestión que tiene un origen muy poco contemporáneo, hasta el punto de que se remonta a la primera mirada propiamente teórica que sobre el fenómeno de la poesía conocemos: la mirada platónica. Me refiero a la cuestión del papel que el pensamiento cumple en la creación poética o, mejor dicho, en el poema, el producto de la creación poética. Actualmente se vuelve a hablar -como en tantas otras ocasiones, casi como siempre- de poesía meditativa, poesía filosófica o poesía metafísica. Al oír estas expresiones, enseguida se representa uno la imagen de piezas líricas en las cuales, con un tono más o menos especulativo, se abordan los graves asuntos eternos de lo humano. El pensamiento se instala en ellas y parece ocupar un nido conspicuo y sólido.
(…)
Este hecho, sin embargo, genera cierta perplejidad si lo remitimos al antes citado Platón, quien resolvió que el verdadero poeta, el tocado por el dios, no el poeta digamos voluntario o técnico, aparta de sí toda forma de intelecto pensante. La perplejidad de la que hablo puede aumentar si ponemos junto a la clásica tesis platónica una declaración de Coleridge llena de pesimismo o de modestia, la que en carta a un amigo expresó diciendo: «Pienso demasiado para ser un poeta». Este «demasiado» advierte sobre los peligros del exceso de pensamiento en la mente de quien aspire a componer un poema, pero al mismo tiempo constituye una afirmación de la necesidad que el creador experimenta de pensar en algún grado. Así pues, tanto la presencia como la ausencia de ideas en la mente del poeta han sido conjeturadas a lo largo de la historia. Sorprende, no obstante, que nunca se haya puesto en duda que en el poema -y no lo hizo ni siquiera Platón- hay pensamiento, alguna clase de pensamiento.
En mi opinión puede haberlo en dos sentidos o modalidades. En primer lugar, como masa semántica del poema. No hay ni una sola palabra que no quiera decir lo que dice, ninguna que se anule como tal palabra. En ello reside la condición de posibilidad de toda interpretación, como nos ha recordado insistentemente Gadamer. La poesía de impulso irracionalista y la de ruptura sintáctica encontrarían ahí su inevitable y no premeditada zona de contacto con ideas.
En segundo lugar, la presencia de pensamiento puede adoptar la forma de un desarrollo de ideas; dicha presencia será entonces más reconocible y premeditada, lo que no implica voluntariedad absoluta ni completo control intelectual del poema por parte de su autor. En esta modalidad se traza el dibujo, marcado o tenue en medida diversa, de un acto mental de raciocinio.
Entiendo que de ambas maneras de presentarse el pensamiento se derivan sendas y muy generales corrientes poéticas que se han estado dirimiendo en la historia reciente y se dirimen aún en la contemporaneidad: por un lado, la poética de la palabra pura, a menudo en busca de un esencialismo poético de intención vanguardista o de intención mística; por otro, la poética de la lógica discursiva de las palabras, más abierta, aunque no siempre completamente, a las formas comunes del lenguaje y su comunicabilidad.
Entre estos dos tipos generales de poesía existe una diferencia patente referida al comportamiento de las ideas en su interior. En el primero de ellos tales ideas resuenan, desde luego, y tienen consecuencias expresivas, pero no alcanza a cobrar protagonismo poético el enlace racional entre ellas. Es precisamente ese protagonismo de la relación unitiva de las ideas el que caracteriza la poesía del tipo segundo, en cuyo escenario se reflejan las unas en las otras, con más conciencia y voluntad por parte del poeta. No resulta extraño que se hable entonces de poesía reflexiva o poesía filosófica. Ahora bien, el tono y el aspecto argumentativos no deben llevarnos a engaño, al extremo de concederle más importancia al adjetivo «filosófica» que al sustantivo «poesía».
Una de las paradojas que late en el corazón de esta última puede formularse así: aunque ayuda a comprender, la poesía nunca es explicación. En efecto, la brumosa capacidad de entendimiento de lo real otorgada por el poema se sustenta sobre la densidad nominativa de lo dicho en él. A pesar de la apariencia que una forma y una intención explicativas puedan darle, en ningún momento el poema explica. Cuando hay razonamiento poético, el razonar equivale en realidad a un decir vuelto sobre sí mismo, esto es, sobre su entidad sonora y su entidad significativa, de cuya fricción nace el efecto poético, ese brebaje mental que nos conmueve.
Por su parte, el razonar de la filosofía es siempre un explicar. Mediante el manejo de conceptos -que en el poema, si aparecen, deben carecer de propósito analizador en sentido fuerte- el razonamiento filosófico persigue la clarificación de lo real y sus máscaras intelectuales. Los conceptos de la filosofía, pues, enlazan con la realidad de un modo claro (al menos aparentemente); su referencia directa o indirecta a ella los nutre, los justifica. El aludido corazón de la poesía, en cambio, da cobijo también a un secreto indescifrado: cuál sea la relación exacta de las palabras del poema con lo real.
La meditación poética, por tanto, no debe equipararse a la filosofía. De ahí que los rótulos de «filosófica» y, sobre todo, de «metafísica» sucumban al peligro que acecha muchas veces al etiquetado de los productos del espíritu: la confusión. Si un poeta pretendiera desarrollar en el poema un trabajo intelectual de resultas del cual se generase una visión aclaratoria -teórica- acerca del tiempo, del amor o de la muerte, con seguridad podría ser advertido por el lúcido Coleridge, porque estaría pensando demasiado y, en consecuencia, no sería poeta. Pocas imágenes de las que tengo noticia fijan de manera tan esclarecedora la intrincada relación de la creación lírica y el pensar filosófico como la propuesta por Heidegger, para quien ambos espacios deben ser representados como cimas de altura pareja, muy próximas, contiguas, pero definitivamente separadas.
(…)

(Fragmentos de Las cimas contiguas, en Clarín nº 45, 2003).

***

Cuando me pongo -como ahora- a observar mi propia poesía, me doy cuenta de que hace tanteos dentro de las coordenadas de un problema bastante obvio pero no por ello fácil de manejar: las relaciones entre el yo y el mundo. ¿Se trata de dos cápsulas cerradas y contiguas? ¿La una contiene a la otra? ¿Cuál es la contenida y cuál la continente? ¿Interseccionan en un espacio y se ignoran en otro? Así las cosas, me parece lógico que el impulso de mis poemas sea mental y que su materia, sin embargo, provenga casi siempre de lo que les da la vista. Nunca estoy seguro de quién gana en su interior, si el pensamiento o la realidad, aunque me gustaría considerar vencedora a esta última porque la tengo en muy alta estima. Aquí hay otro nudo: el que la percibe y la estima, determinándola, soy yo.
Todo esto lo dijo Wallace Stevens con mejor esquema y más filo: «En mi cuarto, el mundo está más allá de mi comprensión; / Pero cuando camino veo que consiste en tres o cuatro colinas y una nube».

(De la antología Los círculos del aire, Algaida, 2008).

 

 

Texto

 

La intimidad

Vine hasta aquí para escuchar la voz,
la voz que según dicen nos habla desde dentro
y endulza la verdad si la verdad
merece una degustación serena,
o la hace más amarga si es amarga,
con sólo pronunciar la negra hiel
que ha reposado intacta entre sus sílabas.
Vine hasta aquí para escuchar la voz
que no sabe, ni quiere, ni podría engañarnos.

Elegí este lugar de belleza imprevista.
(Llegué hasta él casualmente un día de abril
por el que navegaban nubes grandes,
manchas oscuras sobre el suelo, pruebas
acaso necesarias de que la luz habita
entre nosotros: esa transparencia
que olvidamos y que es, al mismo tiempo,
difícil y evidente.)
Diré por qué es tan bello este lugar:
forma un valle cerrado entre montes boscosos,
un circo escueto que circundan peñas
rojizas, donde el viento es un cuervo
delicado aunque fúnebre;
los hombres han arado su parte más profunda,
y allí crece el olivo y unos pocos almendros
y un ciprés y una acacia; las sombras del pinar
asedian desde entonces las lindes de estos campos,
su yerba luminosa, y el pedregal resiste
como un altar al sol; todo tiene una pátina
de realidad, un ansia, un prestigio remoto.

Porque creí que este silencio era
igual al de una estancia solitaria,
vine a escuchar la voz que desde dentro
nos habla de nosotros mismos. Pero
pasa el tiempo y escucho solamente
la prisa del lagarto que escapa de mi lado
y el vuelo siseante de la abeja,
no mi voz interior.
Todo es externo.
Y las palabras vienen
a mí y en mí se dicen ellas solas:
la ladera encendida bajo la nube exacta,
el bronce del lentisco,
una roca que el liquen acaricia…

Lo íntimo es el mundo. Con su callado oxígeno
sofoca sin remedio la voz que quiere hablar,
la disuelve, la absorbe.

He venido hasta aquí para escucharme
y todo lo que alienta o es presente
me ha hecho enmudecer para decirse.

(De En la estación perpetua, Visor, 2000)

****

Ventanas

A una tía mía -mi tita Josefa- la asombraba muy sinceramente el teléfono, artilugio que consideraba -con la distancia debida por efecto de la veneración- una maravilla imposible, una posibilidad maravillosa. «¡Hay que ver, el teléfono…!», la oí decir muchas veces, echando mano del minimalismo expresivo a través del cual mostrar la hondura de su pasmo. La misma admiración sentía por las escaleras mecánicas, que en los remotos años 60, en Valencia, sólo se encontraban en Galerías Gay. La recuerdo intentando pisar con éxito el primer escalón fluyente, llena por igual de vacilación y de empeño. Un semblante victorioso la acompañaba hacia arriba, hasta que era sustituido por la mueca de cuidado exigida ante el paso en dirección al suelo inmóvil.
Será por la atención que yo ponía en su comportamiento o por la dictadura de los genes, el caso es que a menudo me descubro perdido en un manoseo mental de cosas y artefactos cotidianos, gastados de tanta presencia y como invisibles en su materialidad. Quién sabe si no será risible admitir que esta tarde me he dado cuenta de que las ventanas existen y son imprescindibles.
Andaba fabricándose una tormenta. La claridad iba y venía. Tan pronto se impregnaba la casa con luz de oro de septiembre como se extendía un velo rápido de gris ventoso sobre los muebles y las paredes. Yo, entonces, más que en la condición revuelta de la luz me he fijado en lo que hacía posible su llegada hasta las habitaciones: las ventanas, huecos por donde entra en la intimidad más o menos artificiosa de las casas la constancia del mundo. Sin ellas ¿quién soportaría su dulce hogar y el interior de su psiquismo? Incluso en las mazmorras más tétricas imaginamos un ventanuco. Por eso el zulo del terrorista o el sótano del psicópata nos resultan de una crueldad tan negra.
He comprendido que mantenemos con las ventanas dos tipos de relaciones: una guiada por la voluntad y otra que sucede aun a falta de esa mediación. Porque quiero, me acerco a las de mi casa para ver desde cierta altura lo que pasa en la calle y a quien por la calle pasa; para ver cómo se presenta el día, cómo termina según las trescientas sesenta y cinco formas diferentes que tiene de hacerlo durante el año; para ver cuál es el matiz gaseoso de las nubes, las rayas de la lluvia, el color de los montes, la noche próxima, la noche profunda…
A la unión de voluntad y ventanas debemos agradecerle la recarga de mundo que nos proporciona, energía en cuya ausencia pueden crecer de forma enfermiza las plantas de interior que son los pensamientos. Despeja mucho echar un vistazo a lo de afuera y borrar con la contemplación de unos tejados rojizos o de una palmera vertical los defectos en la caligrafía de la mano que escribe dentro de nuestra cabeza.
Por lo demás, mientras la voluntad descansa también se ejerce la acción de las ventanas. Un trozo de plaza y la arista incompleta de un edificio ya están conmigo cuando me levanto. Tumbado en el sofá, hay perspectivas, hay ángulos por donde acceden geranios ajenos, porciones de vallas publicitarias, segmentos de cables eléctricos o grandes pedazos de cielo sobre ropa tendida. Si pelo unas patatas, me acompaña a mi izquierda la cúpula de una iglesia. Son visiones que no exigen detenimiento. Nada nos incita a mirar por la ventana en estos casos, pero sin mirar vemos. La conexión con lo exterior no se pierde. En su silencio, en su plasticidad, estos fragmentos de mundo se comportan como alimento inconsciente para el necesario metabolismo generado en el vínculo entre el yo y lo real.
Qué importantes son las ventanas. Me asombran muy sinceramente. Mi tía hubiera estado de acuerdo conmigo.

(De El minuto y el año, Ediciones La Palma, 2008)

 

 

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