BORRO FERNÁNDEZ, Jesús

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BORRO FERNÁNDEZ, Jesús

Biografía

Jesús Borro Fernández nace en Burgos en 1972. Oriundo del barrio de Gamonal, compartió aulas y tabernas con Óscar Esquivias, con quien colaboró en las revistas literarias El Mono de la tinta y Calamar. Se licenció en Empresariales por la Universidad de Valladolid, previo paso por la Universidad de Rennes como alumno Erasmus en el curso 94/95. También se ha ganado la vida con el Comercio Exterior, lo que le ha permitido conocer numerosos países, fundamentalmente del norte de África y Oriente Medio. Autor de novelas cortas, casi anoréxicas, como Ondas Hertzianas y Mantener lejos del alcance de los niños (Editorial Mira), publicó un libro de relatos relacionados con el mundo de la economía en 2002, Dos Ecuaciones y tres incógnitas. También ha escrito sobre viajes en Diario de Burgos y ha publicado un ensayo sobre las costumbres ancestrales de la comarca del Arlanza.

 

 

Obra

NARRATIVA

Ondas Hertzianas (1998).
Dos Ecuaciones y tres incógnitas (2002).
Mantener lejos del alcance de los niños (2008).
Cairo business trip (2008). (Antología Relatos para el número 100).
Becas locas (2012).

OTROS

El jardinero en casa (2004)
Arlanza mágica y embrujada. Ensayo antropológico (2011).
Pedrosa del Príncipe. Parmo y vega (2016).

 

Premios

1994: Primer Premio del Concurso de cuentos de la Caja de Ahorros de Salamanca y Soria en Valladolid.
1996: Finalista del Premio de narrativa organizado por la Asociación de la Prensa de Ávila.
1997: Primer Premio del certamen literario para jóvenes de la Diputación de Burgos.
1997: Primer Premio del certamen Ciudad de Monzón de novela corta por Ondas Hertzianas.
2004: Premio Hermes del Comercio de Burgos.
2010: Primer Premio del certamen de cuentos sobre la provincia de Burgos, organizado por El Correo.
2010: Finalista del Premio Gran Vía de ensayo con la obra Arlanza mágica y embrujada.
2017: Finalista del Premio de Relato «Patricia Sánchez Cuevas”.

 

Poética

 

 

 

Texto

 

La abuela Jacinta falleció cristianamente en Quintanilla de la Mata, en la misma cama donde durmió toda su vida, en una noche ventosa del mes de noviembre. Sus hijos y allegados usaron el manido adverbio cristianamente porque la encontraron postrada bajo el característico crucifijo de pared y con las manos juntas apretando el desgastado rosario de nácar con el que solía acudir a las ceremonias religiosas. Sin embargo, en vida, la abuela Jacinta no se había caracterizado precisamente por su amor hacia el prójimo, ni por su generosidad, ni por su compasión, ni tan siquiera por algo tan común como la simpatía o la amabilidad. Su esposo no pudo llorarla porque hacía al menos diez años que había fallecido. Su hijo mayor, Evencio, que había discutido con ella el día previo a su muerte, fue quien la encontró a la mañana siguiente; lo primero que hizo fue imitar su firma en el documento que había ocasionado el altercado de la tarde anterior. Acto seguido acudió a encargar la caja de madera que habría de contener su cadáver, y después salió a buscar al cura del pueblo para que le orientase, pues era la primera vez en su vida que se encontraba envuelto en una situación similar.

Tras un día entero recibiendo pésames, en su mayor parte de ancianas del pueblo con experiencia probada y suficiente en ese tipo de condolencias, al fin llegó el momento de introducir a la finada en el cajón de madera de pino que el carpintero había preparado para tal evento. Nada más verlo, a Evencio ya le pareció pequeño, arrepintiéndose al punto de no haberse tomado siquiera la molestia de medir el cadáver para facilitar su entrada en la caja. Todo el mundo en el pueblo sabía quién era la Jacinta, y el hecho de no haberla visto paseando con frecuencia en los últimos años, no quería decir necesariamente que la mujer hubiera crecido o menguado de forma considerable. Las personas de edad, cuando llegan a viejos se mantienen sin aparentes cambios físicos en largos periodos de tiempo, al menos así había ocurrido con la Jacinta; tal vez, su único problema era que hacía demasiado tiempo que ella era vieja, y que precisamente por eso mucha gente ya casi la había olvidado.

Irónicamente, en la esquela del diario de aquél día rezaba bajo su nombre la fórmula habitual Tu familia no te olvida. Cuando llegó el momento del traslado del cadáver de la casa a la iglesia de San Adrián, se hizo necesario introducirla en el ataúd. La levantaron entre cuatro personas con gran esfuerzo, y al colocarla en el cajón afortunadamente se disiparon los temores de Evencio: la Jacinta entraba. Un poco justo por la parte de las rodillas, pero entraba al fin y al cabo. Había subestimado al carpintero, llevaba toda su vida preparando cajas de muerto (y otros utensilios con fines más terrenales, lógicamente), hasta se las encargaban en Lerma. Al cadáver lo habían vestido con un traje de domingo que en otra época debió ser muy lucido, también lo adornaron con unos pendientes de plata y le habían dado un poco de colorete antes del velatorio para camuflar ese color blanco espectral tan propio de los que han pasado a mejor vida. Sin duda la vida a la que había transitado la Jacinta era mejor, fuera cual fuese la que en aquellos momentos ya disfrutaba.

Con un certero golpe de martillo, el carpintero selló el ataúd, dando por finalizado su trabajo. Lo izaron entre Evencio, su hermano el de Bilbao y dos primos carnales, que se ofrecieron con poca gana para trasladar el cadáver. Por un momento, pensaron que quizá dos hombres más podían ser un buen apoyo para llegar hasta la iglesia, pero a pesar de la cuesta empinada, el trayecto no era largo, y el cementerio se encontraba anexo a la parroquia, por lo que una simple mirada entre ellos bastó como señal para cargarlo a hombros y salir en fúnebre procesión, acompañados por media docena de esas beatas que hacen de los entierros una de las pocas razones de su existencia. Cuentan que a los cinco pasos de abandonar la casa, y como si la muerta aún se resignase a aceptar su destino, la tapa del ataúd salió despedida violentamente hacia arriba, planeando unos segundos antes de caer ruidosamente sobre el suelo. Las beatas se dispersaron entre grandes alaridos de incredulidad, como esperando el advenimiento de un alma en pena, alguna incluso se desmayó.

Sin embargo, los hermanos cruzaron varias miradas nerviosas con los primos, para llegar a la conclusión final de que el carpintero no había hecho su trabajo tan bien como pensaban, y que no sólo había preparado un ataúd tan pequeño que la rodilla de la finada rozaba con la tapadera, sino que en su afán por economizar en puntas, no había clavado las suficientes como para evitar incidentes inoportunos y desagradables, como el que acababa de producirse.

(Relato ganador de concurso provincial en 2010).

 

 

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