APARICIO, Juan Pedro

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APARICIO, Juan Pedro

Biografía

Juan Pedro Aparicio nace en León el 11 de septiembre de 1941 y en esta ciudad, clave en su creación literaria, transcurren su infancia y adolescencia, cuyas vivencias ha recreado en Qué tiempo tan feliz. Estudia Derecho en Oviedo y Madrid. Terminada su carrera universitaria, y tras un breve periplo aventurero en Londres, Aparicio se especializa en Comercio Exterior en una empresa de alimentación en Madrid en la que ha transcurrido su vida profesional. Está casado con Isabel Belmonte y es padre de tres hijos.
Paralelamente a su vida personal y profesional, entre los años sesenta y setenta se va afianzando su vocación literaria. A finales de los setenta participa en una peculiar aventura creativa; junto con los también jóvenes escritores Luis Mateo Díez y José María Merino, da vida a un apócrifo colectivo llamado Sabino Ordás, que representa la tradición cultural liberal perdida tras el exilio republicano, al tiempo que da voz reivindicativa a una nueva forma de hacer novela que reniega del experimentalismo en boga y reivindica lo lúdico, lo imaginario y lo local como cauce a lo universal.
Publica su primer volumen, El origen del mono y otros relatos, en 1975 y su primera novela larga, Lo que es del César, en 1981. En 1988 la concesión del premio Nadal por Retratos de ambigú consolida definitivamente su reconocimiento literario. Sus novelas se han sucedido a un ritmo regular. Es autor también de artículos periodísticos, ensayos y libros de viaje. Actualmente, liberado de su profesión en la empresa, continúa su labor de creación en exclusiva. Escritor siempre inquieto, de imposible catalogación, ha ensayado en cada nueva novela un modelo diferente que pasa por la novela de dictador, la novela de la provincia, la novela histórica, la policíaca o la fantástica.

 

 

Obra

 

NARRATIVA
El origen del mono y otros relatos (1975). Cuentos.
Lo que es del César (1981).
El año del francés (1986).
Retratos de ambigú (1989).
Cuentos del origen del mono (1989). Cuentos.
La forma de la noche (1994).
Malo en Madrid o el caso de la viuda polaca (1996).
El viajero de Leicester (1998).
Qué tiempo tan feliz (2000). Memorias noveladas.
La gran bruma (2001).
La vida en blanco (2005). Colección de relatos.
La mitad del diablo (2006).
Palabras en la nieve : un filandón (2007) Junto a Luis Mateo Díez y José María Merino. (Compuesto por quince microrrelatos de cada autor.)
El año del francés (2007).
Tristeza de lo finito (2007).
El juego del diábolo (2008).
Cuentos del gallo de oro (2008) junto a Luis Mateo Díez y José María Merino (compuesto por cuatro relatos de cada autor)
Asuntos de amor (2010) Colección de relatos.
León (2010).
La vida en blanco (2011).
El viajero de Leicester (2013).
Nuestros hijos volarán con el siglo (2013).
London Calling (2015).
Cien relatos cuánticos de la Literatura Clásica Española [antología] (2019).
La novela de Lot (2022).

POESÍA
Tristeza de lo finito (2007).

ENSAYO
Ensayo sobre las pugnas, heridas, capturas, expolios y desolaciones del viejo Reino, en el que se apunta la reivindicación leonesa de León (1981).
Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados (2016).

OTROS
Los caminos del Esla (1980). Libro de viajes; con José María Merino.
El Transcantábrico (1982). Libro de viajes.
Sabino Ordás: Las cenizas del fénix (1985). Colección de artículos periodísticos. Con Luis Mateo Díez y José María Merino.
¡Ah, de la vida! (1991). Colección de artículos periodísticos.
La mirada de la luna (Diez días entre los nietos de Mao) (1997). Libro de viajes.
León (2003). Guía monumental y turística.
Del cuento literario (2007). Junto a J.M. Merino.
El Transcantábrico (2007).
La cuna del parlamentarismo (2014).

TRADUCCIONES
Beerbohm, Max, Enoch Soames.

OBRAS TRADUCIDAS
La forma de la noche, al chino en 1999.
La forma de la noche, al ruso en 2004.

 

Premios

1974: Premio Garbo de Novela Corta por el cuento «El origen del mono».
1979: Premio Guernica por Lo que es del César.
1987: Finalista del Premio Nacional de Literatura por El año del francés.
1988: Premio Nadal por Retratos de ambigú.
2006: Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en el 2005 por La vida en blanco.
2016: Premio Internacional de Ensayo Jovellanos por Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados.
2018: Premio Leonés del Año 2018.

Poética

 

– En sus inicios como escritor, Aparicio se define contrario al experimentalismo más extremo entonces imperante y, como alternativa, reivindica lo imaginario. En una entrevista de 1978 se manifestaba en este sentido: «Yo siempre he creído que efectivamente mi libro se defendía por su riqueza imaginativa que, como tú, yo también echo de menos en España. Entre nosotros priman los estilistas, los quevedistas, los barrocos, los formalistas de toda laya.»
(En Enrique Álvarez, Entrevista con Juan Pedro Aparicio, Diario de León, 23 abril 1978).
Y se reafirma años más tarde: «lo imaginario sigue teniendo esa consistencia insustituible como espejo simbólico de nuestra condición, y la experiencia de la vida, como alguien ha dicho, encuentra en lo imaginario una parte sustancial del legado de la misma.»
(En Juan Pedro Aparicio y Luis Mateo Díez, «Diálogo entre la verdad y la mentira de la literatura», Diario 16, 11 junio 1994).

– Pone entonces el énfasis en la sugestión del argumento y de los personajes, sobre todo en sus primeras obras, más debidas a una explícita intención de denuncia, pero sin recurrir nunca a un realismo mimético y tradicional. De hecho aprovechó los logros experimentalistas y con el tiempo fue matizando sus opiniones: «Antes me dejaba embaucar por una historia y unos personajes, mientras que ahora me atrae mucho trabajar en la forma.»
(En Juan Cantavella, Entrevista con Juan Pedro Aparicio, La Crónica de León, 15 febrero 1989).
«[La literatura] no necesita poner a los personajes en situaciones excesivamente complicadas, ni que haya una gran complicación en la historia que se cuenta. Ahora no sólo vale cualquier historia, sino la no historia, porque lo que fundamentalmente cuenta es la escritura.»
(En Jesús Egido, Entrevista con Juan Pedro Aparicio, Tribuna 302, 1994).

– Concibe la literatura como un modo de conocimiento, una mirada intensificada sobre la realidad: «El novelista tiene un modo distinto al de los demás de percibir la realidad; percibe los asuntos con unos primeros planos que otros no perciben. (…)… yo lo llamo sensibilidad. (…) La literatura es información, conocimiento, es un conocimiento distinto, más destilado.»
(En Aparicio y otros, «Encuentro de narradores leoneses», Ínsula, 572-573, 1994, p. 4).

– La literatura no copia, suplanta a la realidad: «Cada novela que se escribe no es otra cosa que una interpretación del mundo, que en las buenas novelas es capaz de competir con la realidad, no ya como una realidad paralela, sino como una realidad de más entidad.»
(En Juan Pedro Aparicio y Luis Mateo Díez, art. cit.).

– «Yo tengo una mirada propia ante el mundo, cuyos elementos fijos son el sarcasmo, la caricatura. Elementos que me llevan a forzar los rasgos, a exacerbarlos. Mi mundo literario gira en torno a la relación del poder de los humanos, a la entrega de las voluntades, a esa violencia soterrada que existe en todas las relaciones.»
(En Pilar Trenas, Entrevista con Juan Pedro Aparicio, ABC, 20 junio 1982).

– Reivindica una novela que se nutre de los territorios locales, familiares, pero no por un mimetismo fielmente deudor de la realidad, puesto que concibe la realidad ficcional como un ente autónomo con validez universal: «…no debería parecernos extraño hacer estos planteamientos de circunscripción territorial. Lo que es moneda corriente en otras literaturas -los italianos lo han hecho, siguiendo de algún modo lo que dice Torga: ‘lo universal es lo local sin fronteras’-, esto es, acotar un territorio literario y reconocerlo, en nosotros [los escritores leoneses] parece osadía. Esto que ha sido una opción que viene por una herencia recibida de un modo casi inconsciente y que hemos asumido con voluntad decidida de llevar ese territorio a la literatura, convertirlo en literario, esto es lo que se considera osadía.»
(En Aparicio y otros, art. cit.).

 

 

Texto

 

QUÉ TIEMPO TAN FELIZ (2000)

Kilómetros de calles y plazas libres para nuestros juegos, con animales todavía como elemento cotidiano en la vida de la ciudad. No había coches de caballos, es verdad, pues habían sido sustituidos por los automóviles, pero eran bastantes los vehículos industriales que se movían por tracción animal, caballos y mulas principalmente. Evocados ahora, parecen tocados por ese aura de obsolescencia que acabó arrastrándolos por el sumidero del pasado, pero entonces los percibíamos como un presente muy ruidoso y consistente.
Al lado de mi casa había una fábrica de hielo y de gaseosas que respondía a la razón social de «Hermanos Bermúdez» y cuyo reparto se hacía con un carro tirado por dos mulas, que conducía con un brío propio del Oeste americano uno de los hermanos. Iban las mulas al trote por los adoquines, con aquel Bermúdez eufórico y vociferante, gritando ¡iaa mula!- y haciendo restallar de continuo el látigo. No era raro que se cruzara en medio de un traqueteo ensordecedor de la tartana de Paco el panadero que entraba en ese momento a Santiesteban y Osorio desde la plaza de Pícara Justina. Paco el panadero llevaba su tartana con maneras más delicadas, con una suavidad casi meditabunda que le había tallado en el rostro una enigmática media sonrisa. Su caballo era cobrizo, menudo, de bastante menos alzada que las mulas de Bermúdez, y muy flaco; a veces, cuando se caía sobre los adoquines se negaba a levantarse como si se rebelara contra su destino, mientras que Paco se echaba las manos a la cabeza y acudían espontáneos que le arrancaban el látigo de las manos para golpear al animal, hasta que alguien con más tino, o con más suerte, ponía en sintonía el esfuerzo colectivo y entre todos ayudaban al caballo a levantarse, a veces había que desengancharlo, a veces bastaba con alzar las varas laterales.
Una vez, entre la esquina de la calle Alfonso IX, todavía sin asfaltar, y Santiesteban y Osorio, creí que el caballo de Paco el panadero se moría postrado sobre el suelo, tenía abundante espuma en los belfos y sangre en las rodillas. Cuando le libraron de las correas y demás arreos que le mantenían enganchado al carro, se tumbó de costado al amparo de la pared y exhaló un quejido que nadie podía denominar relincho, una voz de protesta, de susto, de dolor y de angustia, acaso una añoranza de los prados… No quería levantarse, exhausto y asustado por lo que le esperaba, cohibido por el antagonismo de quienes lo rodeaban, prefería quedarse allí para siempre, mientras Paco se desesperaba porque tenía que terminar el reparto, y los demás, los curiosos o los desocupados, porque no toleraban que el animal se rebelara…
Me fui de allí sin esperar a ver lo que pasaba. Esa misma tarde, de vuelta en el colegio -inflamada todavía mi retina por la postración del caballo-, le había dicho a Gabino, un compañero que se sentaba en un pupitre delante del mío, que me parecía injusto que los animales no pudieran ir al cielo. Gabino era un interno que, porque era huérfano, parecía tener línea directa con nuestros educadores por los que siempre tomaba partido incluso cuando no era requerido para ello. Gabino y yo discutimos. Gabino me dijo que los animales no tenían alma. Yo le dije que y qué, que si el alma iba a ser como el carnet que te pedían en los campos de la Hispánica para poder entrar. Le dije también que si los animales no iban al cielo yo tampoco quería ir. Gabino se levantó, se acercó a la mesa del padre Juan y le habló al oído con la vista puesta en mí. Pero no pasó nada.

(De Qué tiempo tan feliz, León, Edilesa, 2000, pp. 45-47).

 

 

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