Biografía
Nacido en Madrid, 1970. Licenciado por la European Business School en Negocios Internacionales (estancias de un año en París, Londres y Bruselas). Hermano del poeta y pintor Pedro Casariego (Pecascor) y del escritor Martín Casariego.
Ha publicado artículos y relatos en los periódicos El País, El Mundo, ABC y en las revistas Sibilla, Tiempo, Eñe, Words Without Borders y otras. Ha publicado numerosos reportajes de viajes en EPS, y los suplementos de viajes de El Mundo y El País. Ha prologado ediciones de obras de Kafka, Stevenson, Russell Wallace, H.G. Wells, y otros.
Ha colaborado en la edición de los libros Verdades a medias (Espasa Calpe, 2000), y Poemas encadenados 1977-87 (Seix Barral, 2003), ambos de Pedro Casariego, y en el catálogo de la exposición de arquitectura Alas y Casariego Arquitectos 2002-1955.
En 2008 disfrutó de una beca en Ledig House, Nueva York, residencia internacional para escritores.
Ha escrito varios guiones de películas como, por ejemplo, Fin de semana (2008), Intruders (2010) y La sociedad de la nieve (2022).
Es autor de la serie de cuentos infantiles protagonizados por Marquitos.
Obra
NARRATIVA
– La noche de las doscientas estrellas (1998), relatos.
– Dime cinco cosas que quieres que te haga (1998).
– Cazadores de luz (2005).
– Lo siento, la suma de los colores da negro (2007), relatos.
– Antón Mallick quiere ser feliz (2010).
– Carahueca (2011), la versión novelada del guión de Intruders.
INFANTIL
– Marquitos, detective (2007).
– Marquitos, caballero (2009).
– Marquitos, vampiro (2014).
– Marquitos, ladrón (2012).
– Marquitos, superhéroe (2018).
– Marquitos, rapero (2020).
ENSAYO
– Héroes y antihéroes en la literatura (2000).
TRADUCCIONES DE OBRAS PROPIAS A OTROS IDIOMAS
– Travels with my aunt. Translated by Samantha Schnee. Word without borders (wordswithoutborders.org) (2008).
GUIONES DE LARGOMETRAJE
– ¿Tú qué harías por amor? (1999). Coescrito con Martín y Antón Casariego, y Carlos Saura Medrano. Dirección: Carlos Saura Medrano. Adaptación de la novela El chico que imitaba a Roberto Carlos, de M. Casariego.
– Y decirte una estupidez, por ejemplo, te quiero (2000). Coescrito con Martín y Antón Casariego. Dirección: Antonio del Real. Adaptación de la novela del mismo título de M. Casariego.
– El móvil del asesino (2006). Coescrito con M. Casariego.
– Fin de semana (2008). Coescrito con M. Casariego.
– Intruders (2010). Coescrito con Jaime Marques. En preproducción. Dirección: Juan Carlos Fresnadillo. Producida por Universal Pictures Internacional, Apaches Entertainment, Antena 3. Protagonizada por Clive Owen, Daniel Brúhl, Pilar López de Ayala.
– La sociedad de la nieve (2022). Coescrito con J. A. Bayona, Bernat Vilaplana, Jaime Marqués y Pablo Vierci.
OTROS
– AA.VV., Páginas amarillas (1998).
– AA.VV., Almanaque alter hours: una muestra de cult fiction (1999).
– AA.VV., Lazarillo de Tormes (reescritura) (2007).
Premios
2005: Finalista del Premio Nadal por Cazadores de luz.
Poética
Escribo por necesidad. Cuando empecé, pensaba que escribía por otras razones, e incluso escribí una conferencia muy sesuda acerca del asunto. Pero ahora sé que siempre he escrito porque lo necesito. Así de sencillo. Nadie me pide que lo haga. Llegué a la escritura, como casi todos, por la lectura. He tenido la suerte de tener una familia con grandes lectores, y con escritores. Así que leer ha sido desde niño una actividad natural, como comer.
Mis lecturas han sido muy variadas, tanto de géneros como de autores, y me interesa lo mismo Kawabata, que Flannery O’Connor u Octavio Paz, por ejemplo. Eso sí, si hablamos de influencias (aparte de la obra de mis hermanos, que ahora sé que me han influido más de lo que creía), destacaría la literatura centroeuropea anterior y posterior a la desmembración del Imperio Austrohúngaro, y la narrativa anglosajona. De los centroeuropeos me gusta su capacidad de convertir la anécdota en suceso literario de hondas consecuencias éticas. Y me atraen sus personajes al borde la locura, que actúan a veces por impulsos que nadie comprende, ni siquiera ellos mismos. Naturalmente, dicho esto, cada autor es diferente, y no es necesario que se cumpla lo anterior para que otros autores centroeuropeos me atraigan o influyan. Schnitzler o Joseph Roth no son Walser, Ungar o Hamsun (que, además, no es centroeuropeo…).
De los anglosajones me atrae su capacidad para escribir con aparente naturalidad páginas «efectivas», es decir, con profundidad y ritmo alegre, y el poco interés que demuestran por la solemnidad. Personalmente, me repugna la solemnidad, y en la literatura en castellano y aledaños abunda, con efectos, en mi opinión, somníferos y devastadores. Se suele confundir la profundidad con lo plomizo, la cultura con el jeroglífico.
También me han influido el cine, los cómics, la pintura, el teatro… Me interesa la calidad de las propuestas, no el formato.
En cuanto a mi estilo, no me esfuerzo por tener un estilo singular, claramente reconocible por un lector, que se repita… por la sencilla razón de que tengo claro que, quiera o no, siempre estoy ahí, y mis obsesiones afloran una y otra vez. Me da igual que me reconozcan o no. Yo me dedico a contar historias. Prefiero que mi estilo se amolde cada vez a la historia que cuento, y viceversa. Eso sí, cada vez me atrae más la sencillez, y me gustaría que, cuando un lector activo leyera una obra mía, pensara que no me ha costado mucho escribirla.
He escrito novela, relatos, guiones de largometrajes, ensayo, artículos… Me gusta pensar que soy versátil, y me gusta enfrentarme con nuevos géneros o lenguajes. Poesía no he escrito, y no creo que lo haga nunca.
Mi objetivo es escribir bien, libros tan buenos como los que he leído. Un objetivo aparentemente sencillo, pero de proporciones descomunales
No me interesan las modas literarias, ni los popes, ni los voceros que pretender saber lo que un escritor debe y no debe hacer. Si escribes, es obvio que debes arriesgarte, y si te arriesgas, tienes que tener muy claro que estás solo. Que yo sepa, cuando escribo, para bien o para mal, no tengo a nadie a mi lado diciéndome qué tengo que hacer. Leas o escribas, lo único que importa es el texto, y si lo olvidas, estás perdido. El único responsable de una obra tuya eres tú. Así que lo más sensato es hacer lo que consideres oportuno. Si eres capaz, claro.
No creo pertenecer a ningún grupo literario ni generación. Sospecho que tampoco comparto con otro autor una postura estética determinada, o un camino a seguir. Eso sí, me incluyo entre los escritores que pretenden escribir bien dentro de una tradición histórica que disfrutan y respetan (sobre todo si se toman tan en serio la literatura como para, a veces, reírse de ella). Además, eres hijo de tu tiempo, y hay experiencias probablemente comunes a otros escritores actuales. Los lectores de mi edad hemos tenido la suerte de poder acceder con facilidad (sobre todo, si lees en otros idiomas) a una cantidad increíble de autores y publicaciones de todo el mundo. Realmente, siento a veces más cercanía con un autor islandés, que con otro español. En ese sentido, hemos tenido la oportunidad de romper con barreras de todo tipo. Ya casi no hay fronteras. Si miras al suelo, a lo mejor ves Nueva Zelanda. Y, por el contrario, hemos tenido la mala suerte de que, precisamente por la cantidad de libros a los que puedes acceder, por la profusión de títulos, no tienes ninguna sensación de estar al tanto de lo que se está escribiendo. Ni en Madrid, ni en China. Mi padre «creía» saber el estado general de la literatura cuando era joven, y no tan joven. Mi visión, en cambio, es absolutamente parcial, incompleta y subjetiva. Yo sé que no tengo ni idea. Y me da la sensación de que muchos de los que se dedican a actividades relacionadas con la literatura tiene aún menos idea que yo (miran el suelo, y sólo ven su suelo). Eso sí, pese a la desorientación, enfermedad característica de nuestros días, considero que, como lector, tengo un criterio. En mi canon, incompleto a la fuerza, de vez en cuando tengo la suerte de incluir, además de clásicos, a algún autor nuevo que no lo es todavía. Quizá, el desafío de los escritores de mi generación sea el de dar una respuesta a la desorientación, a los tiempos que cambian a una velocidad endiablada, a la sobre información.
Por supuesto, si dentro de unos años alguien me preguntara por este texto, algo rotundo, quizá le respondería que ya no pienso igual sobre mi obra, ni sobre la de los demás, ni sobre los árboles, ni sobre las mujeres. Ya se sabe: los escritores vivimos entre la duda y la certeza. Pero siempre más cerca de la duda.
Texto
LA NOCHE DE LAS DOSCIENTAS ESTRELLAS (1996)
Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco.
Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo dije me sonrió y cambió de tema.
Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.
Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me dijo que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí afuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.
(La noche de las doscientas estrellas, 1998).
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